sábado, 21 de diciembre de 2019

Éxodo: Capítulo III.1


Parte III
Los selenitas

Capítulo III.1

-Queridos hermanos, la inmundicia del pecado nos rodea desde hace más de cien años. Cada vez que veo a esta sociedad, me doy cuenta de que los escépticos son una lacra malsana que no merecen el don de la vida. Me es imposible creer que alguien no pueda tener fe incondicional en la Deidad Absoluta-.

Quien hacía tan contundentes afirmaciones era el Pastor Ignatius II, un sujeto con un estómago esférico, piernas cortas y brazos fofos. Ignatius era el regente de la Iglesia del Nuevo Universo, una institución religiosa que se inmiscuía con odiosa frecuencia en los asuntos del gobierno lunar. De hecho, no había decisión alguna que no pasara por la obligada consulta de semejante personaje, desde proyectos simples como los horarios de la limpieza en las calles hasta medidas trascendentales como el cobro de impuestos.

-El Docente Octam, Primer Predicador de la Deidad y redactor de la Biblia Verdadera, predijo que la humanidad moriría aquí, en estas aterradoras viviendas de la Luna. No se equivocaba ¡La sociedad que hoy vive en este santuario de prostitución está impregnada con el horror del pecado! ¡Esto no es tolerable! ¡Hay quienes dicen que debemos expandir nuestros límites! ¡Hay quienes dicen que debemos encontrar más planetas habitables! ¡Yo les digo que todo eso es pecado y que ellos merecen morir! La Palabra Divina es y será nuestra única salvación-.

El rostro del clérigo se encontraba enrojecido por la pasión y por la ansiedad de comer. Tras unos segundos de reflexión absurda, alzó las manos y se dirigió a su público.

-¿Creéis en la Deidad Absoluta?-.

-¡Sí creemos!- Respondió la multitud con fervor.

-¿Creéis en la Biblia Verdadera?-.

-¡Sí creemos!- Los vítores eran cada vez más fanáticos.

-¿Habéis pagado el tributo mensual al Digno Pastor Ignatius II, es decir, a mi?-.

-¡Sí, lo hemos pagado!- Los devotos contestaron esta vez con menos entusiasmo.

-Pues si habéis hecho todo cuanto os pide la Deidad Absoluta, entonces vivid vuestras vidas con la creencia libre y exenta del nauseabundo pecado-.

El presbítero sonrió con falsedad ante los aplausos de los asistentes, fingió prestar la atención suficiente ante las súplicas de algunos creyentes que se le acercaban, besó con desprecio a una bebé sietemesina que no dejaba de llorar, dejó que un par de jóvenes recién casados le besaran las manos y, tras unos minutos que le parecieron sempiternos, abandonó la ostentosa iglesia con el fin de terminar su jornada de trabajo y mentiras en su amplia mansión, repleta de costosos objetos y lujo hedonista.

Su residencia, fruto de las obligatorias contribuciones que debían pagar mensualmente sus seguidores y fieles, se hallaba en las afueras de Selena, ciudad capital de la primera colonia espacial asentada en la Luna. Para acceder a la vivienda, era preciso pasar por rigurosos controles de seguridad, cruzar un largo corredor repleto de verdes árboles de plástico, y anunciarse ante un mayordomo de aspecto cansado. Sin embargo, a Ignatius le bastaba con acceder al tubo antigravitacional, que consistía en un túnel subterráneo que comunicaba la sacristía de su iglesia con la mansión.

Al Pastor le gustaba mucho el alcohol de toda índole. Cuando se disponía a llenar un vaso de cristal de bohemia con vino de uvas hidrogenadas, se sobresaltó al encontrar a una pareja de intrusos en la barra de su licorería particular.

-¿Quiénes sois vosotros? ¿Cómo habéis podido entrar en mi casa?- Chilló Ignatius, muy molesto y a la vez asustado.

El golpe en la cabeza llegó inmediatamente después.

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