domingo, 1 de diciembre de 2019

Éxodo: Capítulo II.2


Capítulo II.2

El Ayuntamiento de la República Atlántica era una edificación victoriana con columnas de mármol, anchas puertas y empinadas escaleras de cincuenta escalones. Los diputados, elegidos por la Junta Suprema de Gobierno organizada de forma posterior a la plaga gris y formada por generales del disuelto Servicio de Inteligencia Mundial, se disponían a discutir una ley para regular la tasa de natalidad. Atendiendo a los cálculos que había hecho un teórico de la demografía, cada matrimonio debía concebir únicamente a un solo hijo, porque de lo contrario podría producirse una superpoblación de habitantes insostenible para una metrópoli sumergida, fortificada a partir de antiguas instalaciones militares. Ante la relevancia de semejante discusión, cientos de personas rodeaban el recinto, ávidos e impacientes por conocer la disposición del organismo.

Era el día propicio para un nuevo acto público de El Predicador.

Se trataba de un anciano de larga cabellera canosa, barba desaseada, túnica rota y vieja, sandalias y un bastón como apoyo. La policía tenía un desmedido gusto por apresarle, pero era evidente que con cada discurso ganaba más adeptos incautos. El Predicador subió despacio todos los escalones, volvió la mirada hacia los curiosos y asistentes, alzó los brazos y pronunció su perorata con potente voz.

-¡Los dioses nos han dado una última oportunidad ante nuestra estupidez!- Exclamó, con excitación en sus palabras –La humanidad se ha entregado a los actos perversos y morbosos de la lujuria, la guerra, la tecnología y el placer, con una fe ciega y absurda. Esa misma fe nos ha convertido en hedonistas sedientos de placeres nimios ¿Y qué se ha logrado a cambio?- Como un poderoso vendaval, la expresión de su semblante se endureció -¡Nada! ¡Rotundamente nada! Esa misma gente que antes nos instaban a mutilar nuestros cuerpos para instalar obscenidades tecnológicas, ahora nos gobiernan con monedas y alianzas, confinándonos en cúpulas bajo las inmensas masas de agua. No tenemos autonomía o poder de decisión, nos reprimen con sus fuerzas policiales y si nos oponemos a sus designios, nos excluyen ¡No permitamos tales atropellos! ¡Recordemos la Palabra Divina! ¡Abracemos a la Deidad Absoluta!-.

-¿Quién esa deidad?- Preguntó un calvo barrigón desde la muchedumbre.

-¡Es quien nos salvará de nuestro infortunio! Es un ente intangible y moderno, es en quien debemos depositar nuestra esperanza, es a quien tenemos que adorar. Refutemos las banalidades de esta prisión ¡Arrepintámonos de nuestros pecados! ¡La Deidad nos ha castigado por nuestro hedonismo! ¡La plaga que nos ha confinado bajo los mares es el resultado de las faltas cometidas! ¡La Deidad nos la ha enviado para que despertemos! ¡Arrodillaos ante la Deidad y ella os perdonará! ¡Yo, el Docente Octam, Predicador de la Deidad, he hablado!-.

El radical discurso culminó con vítores y gritos de la multitud, gesto que el anciano orador agradeció con un alzamiento de brazos y sin ocultar su vanidad. La aclamación se dejó escuchar en el interior del Ayuntamiento, desde las cómodas oficinas de los burócratas hasta el auditorio donde se estaba llevando a cabo la asamblea de los diputados. En una silla curul, dotada de una cavidad de bronce recubierta de piel roja sintética, Adele McDonald se revolvía incómoda ante la desidia de la discusión.

-Parece que la gentuza se divierte más que nosotros ¿no crees?- Le susurró Livio Al Ahmed, en un intento discreto que resultó ser bochornoso e inoportuno.  

Adele se ruborizó por instantes, al percatarse de las miradas despectivas de sus compañeros más cercanos, producto de semejante comentario inadecuado. Sin embargo, optó por zanjar la polémica, respondiendo con mirada fulminante al hombre de tez color canela, barba abundante y cabello canoso que esperaba una respuesta más amigable.

-Sus Señorías, hemos llegado a un punto culminante en nuestro ritmo de vida- Decía un sujeto pálido y ataviado con una toga púrpura –Nuestra urbe no puede ni debe albergar a una población creciente como ésta, porque de lo contrario nos veremos atrapados en una densidad poblacional elevada, con los subsecuentes problemas de encarecimiento. En consecuencia, la solución es indudable: o regulamos la natalidad o fijamos una fecha tope de vida, en la cual estableceríamos un límite de edad-.

-Pero eso significaría el genocidio de muchas personas- Acotó, desde algún punto de la sala, Xander Waley, quien con frecuencia sólo manifestaba lo evidente.

-No lo niego- Prosiguió el diputado –No obstante, estará usted de acuerdo conmigo en que una anciana de setenta años de edad no aporta nada útil a nuestra sociedad ¿Y qué me dice de todos aquellos enfermos que han prescindido de los implantes cibernéticos? Tenemos un gasto tremendo en subvenciones para individuos a los cuales les faltan extremidades o incluso partes de su cerebro, luego de que aprobáramos la prohibición del uso de semejantes artilugios. Suena cruel, pero si queremos subsistir, ese grupo poblacional, simple y llanamente, sobra-.

Durante los siguientes diez minutos el diputado interviniente se enzarzó en una discusión con dos representantes progresistas, los cuales alegaban la conveniencia de otros medios políticamente correctos para solucionar el dilema de la población. Adele, aprovechó el cariz del debate para intervenir.

-Sus Señorías, en primer lugar he de precisar que estoy enterada de la gravedad de la situación. Dieciséis de los veinte distritos que constituyen la República Atlántica poseen una sobrepoblación superior al 64,7%. Esta problemática implica unas condiciones de hacinamiento en las viviendas que en su día establecimos a partir de depósitos militares y hangares submarinos. No olvidéis también la carencia de alimentos y el hecho de que, por cada día transcurrido, la numerosa población de cetáceos disminuye a un ritmo muy alarmante. Teniendo en cuenta esta premisa, soy partidaria de diseñar y reactivar una carrera espacial destinada a la conquista de nuevos territorios…-.

-¡Eso es absurdo!- Protestó Al Ahmed, probablemente resentido por el roce reciente con Adele –Los inmensos océanos nos protegen de la plaga gris, además es necesario reconquistar las plataformas continentales para…-.

-¿Sabe cuántas expediciones se han enviado a los cinco continentes durante el último año, Señoría?- Le interpeló Adele, sagazmente -¿No? Yo se lo diré. Se han enviado 43 expediciones tripuladas por robots e intrépidos aventureros. ¿Sabe cuántas de ellas han regresado? Ninguna. Todos los aquí presentes sabemos que las yoctotermitas dominan las plataformas terrestres y, más aún, que su inteligencia artificial les está permitiendo asimilar masas de agua pequeñas como pantanos y lagunas-.

-Eso es gravísimo ¿cómo lo sabe?-  Preguntó Waley, con expresión de terror.
 -Los satélites que orbitan alrededor de nuestro planeta nos envían imágenes muy reveladoras que gustosamente dejaré para el análisis de sus Señorías- Hizo una pausa breve para contemplar a su audiencia –El problema es claro y la solución es aún más incuestionable: O emigramos al espacio o nos condenamos a nuestra extinción-.

-¿Y cómo cree que financiaremos esa empresa? ¿No recuerda que estamos arruinados?- Habló el diputado vestido con toga y con el ceño fruncido.

-No he olvidado los problemas de nuestra frágil economía, pero creo que…-.

-¡Fruslerías!- Gritó Al Ahmed -¿Debemos creer a la hermana de un grisáceo condenado a muerte? ¿Cómo sabemos si detrás de esa peligrosa propuesta no hay una conspiración terrible con algún oscuro propósito? La gente de su calaña nos vendió los implantes cibernéticos como una solución a los problemas cotidianos ¿Y qué hemos logrado? ¡Yo se los diré! Hemos ganado un espantoso confinamiento-.

Bastó un comentario incendiario para que una diputada rechoncha se uniese a semejante postura y, como no hay dos sin tres, un tercer miembro apoyó tal conclusión. En menos de treinta segundos, Adele tenía en contra a más de la mitad de todos los representantes del Ayuntamiento, quienes no paraban de vociferar cualquier cantidad de improperios y desagradables insultos.

Reuniendo toda la dignidad posible, la joven diputada y abogada abandonó el recinto sin mirar atrás. Tal y como sospechaba, no había logrado resultados palpables usando su posición política, así que tendría que emplear otra clase de recursos para emprender la difícil tarea que le encomendó su hermano convicto.

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