Capítulo II.2
El Ayuntamiento de la República Atlántica
era una edificación victoriana con columnas de mármol, anchas puertas y
empinadas escaleras de cincuenta escalones. Los diputados, elegidos por la
Junta Suprema de Gobierno organizada de forma posterior a la plaga gris y
formada por generales del disuelto Servicio de Inteligencia Mundial, se
disponían a discutir una ley para regular la tasa de natalidad. Atendiendo a
los cálculos que había hecho un teórico de la demografía, cada matrimonio debía
concebir únicamente a un solo hijo, porque de lo contrario podría producirse
una superpoblación de habitantes insostenible para una metrópoli sumergida,
fortificada a partir de antiguas instalaciones militares. Ante la relevancia de
semejante discusión, cientos de personas rodeaban el recinto, ávidos e
impacientes por conocer la disposición del organismo.
Era el día propicio para un nuevo acto
público de El Predicador.
Se trataba de un anciano de larga
cabellera canosa, barba desaseada, túnica rota y vieja, sandalias y un bastón
como apoyo. La policía tenía un desmedido gusto por apresarle, pero era
evidente que con cada discurso ganaba más adeptos incautos. El Predicador subió
despacio todos los escalones, volvió la mirada hacia los curiosos y asistentes,
alzó los brazos y pronunció su perorata con potente voz.
-¡Los dioses nos han dado una última
oportunidad ante nuestra estupidez!- Exclamó, con excitación en sus palabras –La
humanidad se ha entregado a los actos perversos y morbosos de la lujuria, la
guerra, la tecnología y el placer, con una fe ciega y absurda. Esa misma fe nos
ha convertido en hedonistas sedientos de placeres nimios ¿Y qué se ha logrado a
cambio?- Como un poderoso vendaval, la expresión de su semblante se endureció
-¡Nada! ¡Rotundamente nada! Esa misma gente que antes nos instaban a mutilar
nuestros cuerpos para instalar obscenidades tecnológicas, ahora nos gobiernan
con monedas y alianzas, confinándonos en cúpulas bajo las inmensas masas de
agua. No tenemos autonomía o poder de decisión, nos reprimen con sus fuerzas
policiales y si nos oponemos a sus designios, nos excluyen ¡No permitamos tales
atropellos! ¡Recordemos la Palabra Divina! ¡Abracemos a la Deidad Absoluta!-.
-¿Quién esa deidad?- Preguntó un calvo
barrigón desde la muchedumbre.
-¡Es quien nos salvará de nuestro
infortunio! Es un ente intangible y moderno, es en quien debemos depositar
nuestra esperanza, es a quien tenemos que adorar. Refutemos las banalidades de
esta prisión ¡Arrepintámonos de nuestros pecados! ¡La Deidad nos ha castigado
por nuestro hedonismo! ¡La plaga que nos ha confinado bajo los mares es el
resultado de las faltas cometidas! ¡La Deidad nos la ha enviado para que
despertemos! ¡Arrodillaos ante la Deidad y ella os perdonará! ¡Yo, el Docente
Octam, Predicador de la Deidad, he hablado!-.
El radical discurso culminó con vítores y
gritos de la multitud, gesto que el anciano orador agradeció con un alzamiento
de brazos y sin ocultar su vanidad. La aclamación se dejó escuchar en el
interior del Ayuntamiento, desde las cómodas oficinas de los burócratas hasta
el auditorio donde se estaba llevando a cabo la asamblea de los diputados. En
una silla curul, dotada de una cavidad de bronce recubierta de piel roja
sintética, Adele McDonald se revolvía incómoda ante la desidia de la discusión.
-Parece que la gentuza se divierte más que
nosotros ¿no crees?- Le susurró Livio Al Ahmed, en un intento discreto que
resultó ser bochornoso e inoportuno.
Adele se ruborizó por instantes, al
percatarse de las miradas despectivas de sus compañeros más cercanos, producto
de semejante comentario inadecuado. Sin embargo, optó por zanjar la polémica,
respondiendo con mirada fulminante al hombre de tez color canela, barba
abundante y cabello canoso que esperaba una respuesta más amigable.
-Sus Señorías, hemos llegado a un punto
culminante en nuestro ritmo de vida- Decía un sujeto pálido y ataviado con una
toga púrpura –Nuestra urbe no puede ni debe albergar a una población creciente
como ésta, porque de lo contrario nos veremos atrapados en una densidad
poblacional elevada, con los subsecuentes problemas de encarecimiento. En
consecuencia, la solución es indudable: o regulamos la natalidad o fijamos una
fecha tope de vida, en la cual estableceríamos un límite de edad-.
-Pero eso significaría el genocidio de
muchas personas- Acotó, desde algún punto de la sala, Xander Waley, quien con
frecuencia sólo manifestaba lo evidente.
-No lo niego- Prosiguió el diputado –No
obstante, estará usted de acuerdo conmigo en que una anciana de setenta años de
edad no aporta nada útil a nuestra sociedad ¿Y qué me dice de todos aquellos
enfermos que han prescindido de los implantes cibernéticos? Tenemos un gasto
tremendo en subvenciones para individuos a los cuales les faltan extremidades o
incluso partes de su cerebro, luego de que aprobáramos la prohibición del uso
de semejantes artilugios. Suena cruel, pero si queremos subsistir, ese grupo
poblacional, simple y llanamente, sobra-.
Durante los siguientes diez minutos el
diputado interviniente se enzarzó en una discusión con dos representantes progresistas,
los cuales alegaban la conveniencia de otros medios políticamente correctos
para solucionar el dilema de la población. Adele, aprovechó el cariz del debate
para intervenir.
-Sus Señorías, en primer lugar he de
precisar que estoy enterada de la gravedad de la situación. Dieciséis de los
veinte distritos que constituyen la República Atlántica poseen una
sobrepoblación superior al 64,7%. Esta problemática implica unas condiciones de
hacinamiento en las viviendas que en su día establecimos a partir de depósitos
militares y hangares submarinos. No olvidéis también la carencia de alimentos y
el hecho de que, por cada día transcurrido, la numerosa población de cetáceos
disminuye a un ritmo muy alarmante. Teniendo en cuenta esta premisa, soy
partidaria de diseñar y reactivar una carrera espacial destinada a la conquista
de nuevos territorios…-.
-¡Eso es absurdo!- Protestó Al Ahmed, probablemente
resentido por el roce reciente con Adele –Los inmensos océanos nos protegen de
la plaga gris, además es necesario reconquistar las plataformas continentales
para…-.
-¿Sabe cuántas expediciones se han enviado
a los cinco continentes durante el último año, Señoría?- Le interpeló Adele,
sagazmente -¿No? Yo se lo diré. Se han enviado 43 expediciones tripuladas por
robots e intrépidos aventureros. ¿Sabe cuántas de ellas han regresado? Ninguna.
Todos los aquí presentes sabemos que las yoctotermitas dominan las plataformas
terrestres y, más aún, que su inteligencia artificial les está permitiendo
asimilar masas de agua pequeñas como pantanos y lagunas-.
-Eso es gravísimo ¿cómo lo sabe?- Preguntó Waley, con expresión de terror.
-Los
satélites que orbitan alrededor de nuestro planeta nos envían imágenes muy
reveladoras que gustosamente dejaré para el análisis de sus Señorías- Hizo una
pausa breve para contemplar a su audiencia –El problema es claro y la solución
es aún más incuestionable: O emigramos al espacio o nos condenamos a nuestra
extinción-.
-¿Y cómo cree que financiaremos esa
empresa? ¿No recuerda que estamos arruinados?- Habló el diputado vestido con
toga y con el ceño fruncido.
-No he olvidado los problemas de nuestra
frágil economía, pero creo que…-.
-¡Fruslerías!- Gritó Al Ahmed -¿Debemos
creer a la hermana de un grisáceo condenado a muerte? ¿Cómo sabemos si detrás
de esa peligrosa propuesta no hay una conspiración terrible con algún oscuro
propósito? La gente de su calaña nos vendió los implantes cibernéticos como una
solución a los problemas cotidianos ¿Y qué hemos logrado? ¡Yo se los diré!
Hemos ganado un espantoso confinamiento-.
Bastó un comentario incendiario para que
una diputada rechoncha se uniese a semejante postura y, como no hay dos sin tres,
un tercer miembro apoyó tal conclusión. En menos de treinta segundos, Adele
tenía en contra a más de la mitad de todos los representantes del Ayuntamiento,
quienes no paraban de vociferar cualquier cantidad de improperios y
desagradables insultos.
Reuniendo toda la dignidad posible, la
joven diputada y abogada abandonó el recinto sin mirar atrás. Tal y como
sospechaba, no había logrado resultados palpables usando su posición política,
así que tendría que emplear otra clase de recursos para emprender la difícil
tarea que le encomendó su hermano convicto.
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