lunes, 25 de noviembre de 2019

Éxodo: Capítulo II.1


Parte II
Los marinos

Capítulo II.1

-Está prohibida toda clase de objetos metálicos y dispositivos de comunicación- Anunció un oficial de policía corpulento y calvo.

-Conozco las normas- Dijo la mujer pelirroja, de ojos azules, pechos llenos y pecas en los cachetes –No es la primera vez que vengo-.

Caminaron por largos pasillos, franqueados por pesadas puertas con barrotes, oyendo los improperios lascivos de los diferentes presidiarios que allí pernoctaban. Traspasaron un amplio portal que conducía a una única celda, custodiada por dos celadores armados. La joven soportó impasible el último cacheo antes de poder entablar conversación con la persona que allí permanecía privada de su libertad.

Se paró frente a una ventanilla y descolgó el auricular, para después apreciar el cansado y desmejorado rostro de su hermano.

-Adele… Has venido a verme…- Habló el retenido, colocando una mano en el cristal y forzando una sonrisa.

-No he tenido suerte, Charles- Admitió la joven, luego de un incómodo silencio –El Tribunal Militar ha desestimado mi recurso…-.

-No te preocupes, hermana. Has hecho lo suficiente…-.

-¡No! No lo he hecho ¡Están decididos a ejecutarte!-.

-Quizás sea mi destino… Sin duda, necesitaban a un responsable del desastre y como yo soy el único investigador que permanece con vida, me parece que el resultado es obvio-.

-¡No es cierto! Charles, desde que papá y mamá nos dejaron me siento muy sola-.
-Pero tienes a tu esposo… El astrofísico ¿no?... Además, tienes que pensar en tu carrera profesional- Hizo una pausa para acercarse a la colchoneta donde dormía dos horas al día y recogió un fajo de folios con apuntes escritos con carboncillo –Hablando de tu esposo, tengo algo para él… De vez en cuando, me dejan escribir cosas. No es muy habitual, pero algunos de los guardianes son amables y me traen papel… Desde que hemos emigrado a estas tierras profundas, la humanidad superviviente a la plaga gris se ha estancado y…-.

-Charles, no he venido a hablar de…-.

-Es importante que me escuches, Adele. Tengo una idea y necesito que alguien con credibilidad la transmita. Si nos quedamos aquí, nos condenaremos a nuestra propia extinción… En los papeles que te dejaré, hay diversos teoremas y corolarios descritos en el idioma universal de la física aplicada y de la matemática. Dáselo a tu esposo, por favor… Tengo la absoluta confianza de que él comprenderá lo que debe hacerse-.

Una hora más tarde, Adele McDonald, Teniente Coronel de la Fuerza Naval y abogada criminalista, viajaba en el monorraíl expreso, adormecida por el balanceo del vagón y aferrándose a la última conversación sostenida con su hermano. Se negaba a aceptar el brutal ajusticiamiento al que sería sometido, a pesar de todos los esfuerzos. Recordaba también los últimos momentos que estuvo en la superficie terrestre; la ansia de recoger a sus padres, futuros suegros y a quien sería su esposo; la incertidumbre de no saber dónde estaba su hermano; las dificultades de hallar una lanzadera y el pago de un escandaloso soborno a un ambicioso funcionario.    

Le separaban siete años de tales tribulaciones, pero aún las remembraba a la perfección.

Cuando acabó el túnel, Adele apreció el horizonte azul de aquella ciudad sumergida y protegida por una enorme cúpula transparente. Como la desaparecida y mítica Atlantis, la enorme urbe de la República Atlántica crecía sin un urbanismo definido, indiferente ante las largas ballenas, bancos de exóticos peces y peligrosos tiburones blancos, que ahora constituían las nubes de un cielo oceánico.    

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