Capítulo I.11
Tomó decisiones rápidas y apresuradas. En
su viejo portafolio de cuero marrón guardó el informe que había preparado, los
discos con todos los datos de su trabajo, algunas herramientas y un analizador
de frecuencias. Tenía que llegar a toda costa al origen de aquel problema
devastador, porque sabía las consecuencias, predichas analíticamente por medio
de modelos matemáticos.
Cuando abandonó su residencia, el panorama
era desolador e inquietante. Un vehículo eléctrico se desplazaba a alta
velocidad por la carretera de hormigón, mientras que una turba enardecida
formada por un número indeterminado de personas gritaba consignas diversas.
Charles se detuvo con cara estúpida y detalló cómo una anciana alzaba una
pancarta que anunciaba lo siguiente: “El
sistema nos oculta información y pretende limitar nuestras libertades civiles”.
-¿Qué ocurre?- Preguntaba Charles,
conmocionado, a todos los viandantes.
-¿No has visto las noticias, tarado?-
Contestó un sujeto regordete y con la camisa mal abotonada –El gobierno ha
implementado una ley marcial y la gente se muere por una enfermedad que ellos
mismos han creado-.
-Vamos a la zona en cuarentena a protestar
por los derechos de esos enfermos- Agregó un adolescente con problemas de acné.
La turba seguía enfrascada en su curso y
Charles sabía que ése no era el trayecto que debía perseguir. Corrió con
desesperación, formulando muchas hipótesis y maquinando diferentes teorías ¿Qué
había pasado exactamente? ¿Cómo se habían activado todas las yoctotermitas?
¿Cómo permitió que sólo Marcus supiese la frecuencia que podía desactivarlas?
¿Por qué Marcus no ha hecho nada?
No tenía respuesta a ninguna de esas
interrogantes, aunque tenía que buscar algún modo de acabar con aquella locura.
Las imágenes que había visto en esa entrevista le habían comunicado que las
yoctotermitas pululaban a sus anchas, devorando todo material inorgánico o
sintético que formaba la urbe, incluso sus habitantes. En consecuencia, debía
actuar con rapidez. Encendió el analizador de frecuencias, hizo un mapeo de los
alrededores y obtuvo un espectrograma en cuestión de segundos. La pantalla del
equipo mostraba un gráfico de colores en el que podía ver frecuencias de radio,
holotelevisión, microondas… Pero no había ningún indicio de las yoctotermitas.
Se detuvo abruptamente cuando llegó a la
quinta avenida, cuna de la alta alcurnia.
A su espalda, procedente de la décima
calle, se dejó escuchar el estruendo de una colisión entre una furgoneta y el
portal de una tienda de ropa costosa. Seguidamente, un vehículo aceleraba desde
el reposo y Charles oyó el chirriar de los neumáticos. El coche se estampó
contra la puerta abatible del Hotel Sheraton Luxor Resort, desvencijándola en
el acto. Los gritos que se podían oír desde la entrada del hotel anunciaban que
había más de una persona en apuros. El conductor abrió la destrozada puerta del
vehículo, salió cojeando y portando una barra de aluminio que estampó en la
cabeza del portero.
Más atrás, la furgoneta volvía a la carga
contra la tienda. La marquesina holográfica se había torcido y un maniquí con
un abrigo de visón, se hallaba aplastado bajo uno de los ejes. En ese momento,
una alarma se disparó en el lujoso hotel al tiempo que una mesa volaba
literalmente desde el interior hasta la acera, rompiendo una ventana con marco
gótico. El saqueador de la barra arrojaba sillas forradas en terciopelo rojo,
que eran hábilmente atrapadas por un segundo delincuente ataviado con un gorro
de béisbol.
-¿Qué… qué está pasando?- Musitó
suavemente Charles, a un compañero inexistente.
El acceso a la sempiterna franquicia de
Louis Vuitton había sido violentado y una chica quinceañera recogía más bolsos
de los que podía llevar con sus manos. Muy cerca de allí, un par de muchachos
corrían abrazados, gritando y portando un cofre metálico de la compañía
Panasonic.
El camino obligaba a Charles a cruzar
semejante jaleo, así que sorteó los vehículos abandonados, los saqueadores y
las vicisitudes de aquel alboroto. En el fondo de la quinta avenida, a más de
mil metros de distancia, una exclamación de terror inundó la desordenada
escena. Buscó los prismáticos de alta precisión y detalló a un asaltante muy
delgado con las manos en el cuello. Bastaron cinco segundos para que la
carótida del bandido estallara en un chorro de sangre y su cabeza se consumiese
por algún efecto cáustico.
Más atrás, un edificio se hundía sobre sus
cimientos.
Charles conocía los efectos de tal
destrucción.
Sólo mil metros y un violento saqueo le
separaban de una feroz manada de yoctotermitas.
Era el inicio del breve reinado de los
grisáceos, involuntarios reyes de una época corta y mortífera.
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