domingo, 10 de noviembre de 2019

Éxodo: Capítulo I.11


Capítulo I.11

Tomó decisiones rápidas y apresuradas. En su viejo portafolio de cuero marrón guardó el informe que había preparado, los discos con todos los datos de su trabajo, algunas herramientas y un analizador de frecuencias. Tenía que llegar a toda costa al origen de aquel problema devastador, porque sabía las consecuencias, predichas analíticamente por medio de modelos matemáticos.

Cuando abandonó su residencia, el panorama era desolador e inquietante. Un vehículo eléctrico se desplazaba a alta velocidad por la carretera de hormigón, mientras que una turba enardecida formada por un número indeterminado de personas gritaba consignas diversas. Charles se detuvo con cara estúpida y detalló cómo una anciana alzaba una pancarta que anunciaba lo siguiente: “El sistema nos oculta información y pretende limitar nuestras libertades civiles”.

-¿Qué ocurre?- Preguntaba Charles, conmocionado, a todos los viandantes.

-¿No has visto las noticias, tarado?- Contestó un sujeto regordete y con la camisa mal abotonada –El gobierno ha implementado una ley marcial y la gente se muere por una enfermedad que ellos mismos han creado-.

-Vamos a la zona en cuarentena a protestar por los derechos de esos enfermos- Agregó un adolescente con problemas de acné.

La turba seguía enfrascada en su curso y Charles sabía que ése no era el trayecto que debía perseguir. Corrió con desesperación, formulando muchas hipótesis y maquinando diferentes teorías ¿Qué había pasado exactamente? ¿Cómo se habían activado todas las yoctotermitas? ¿Cómo permitió que sólo Marcus supiese la frecuencia que podía desactivarlas? ¿Por qué Marcus no ha hecho nada?

No tenía respuesta a ninguna de esas interrogantes, aunque tenía que buscar algún modo de acabar con aquella locura. Las imágenes que había visto en esa entrevista le habían comunicado que las yoctotermitas pululaban a sus anchas, devorando todo material inorgánico o sintético que formaba la urbe, incluso sus habitantes. En consecuencia, debía actuar con rapidez. Encendió el analizador de frecuencias, hizo un mapeo de los alrededores y obtuvo un espectrograma en cuestión de segundos. La pantalla del equipo mostraba un gráfico de colores en el que podía ver frecuencias de radio, holotelevisión, microondas… Pero no había ningún indicio de las yoctotermitas.

Se detuvo abruptamente cuando llegó a la quinta avenida, cuna de la alta alcurnia.

A su espalda, procedente de la décima calle, se dejó escuchar el estruendo de una colisión entre una furgoneta y el portal de una tienda de ropa costosa. Seguidamente, un vehículo aceleraba desde el reposo y Charles oyó el chirriar de los neumáticos. El coche se estampó contra la puerta abatible del Hotel Sheraton Luxor Resort, desvencijándola en el acto. Los gritos que se podían oír desde la entrada del hotel anunciaban que había más de una persona en apuros. El conductor abrió la destrozada puerta del vehículo, salió cojeando y portando una barra de aluminio que estampó en la cabeza del portero.

Más atrás, la furgoneta volvía a la carga contra la tienda. La marquesina holográfica se había torcido y un maniquí con un abrigo de visón, se hallaba aplastado bajo uno de los ejes. En ese momento, una alarma se disparó en el lujoso hotel al tiempo que una mesa volaba literalmente desde el interior hasta la acera, rompiendo una ventana con marco gótico. El saqueador de la barra arrojaba sillas forradas en terciopelo rojo, que eran hábilmente atrapadas por un segundo delincuente ataviado con un gorro de béisbol.

-¿Qué… qué está pasando?- Musitó suavemente Charles, a un compañero inexistente.
  
El acceso a la sempiterna franquicia de Louis Vuitton había sido violentado y una chica quinceañera recogía más bolsos de los que podía llevar con sus manos. Muy cerca de allí, un par de muchachos corrían abrazados, gritando y portando un cofre metálico de la compañía Panasonic.     

El camino obligaba a Charles a cruzar semejante jaleo, así que sorteó los vehículos abandonados, los saqueadores y las vicisitudes de aquel alboroto. En el fondo de la quinta avenida, a más de mil metros de distancia, una exclamación de terror inundó la desordenada escena. Buscó los prismáticos de alta precisión y detalló a un asaltante muy delgado con las manos en el cuello. Bastaron cinco segundos para que la carótida del bandido estallara en un chorro de sangre y su cabeza se consumiese por algún efecto cáustico.

Más atrás, un edificio se hundía sobre sus cimientos.

Charles conocía los efectos de tal destrucción.

Sólo mil metros y un violento saqueo le separaban de una feroz manada de yoctotermitas.

Era el inicio del breve reinado de los grisáceos, involuntarios reyes de una época corta y mortífera.

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