domingo, 25 de octubre de 2009

Oper. Capítulo V.

Diario digital de Schrödinger. El Vértice. 18 de Junio de 2052.

Hoy a mediodía he tenido algo de acción. Un niñato en una moto eléctrica veloz le arrebató el bolso a una señora regordeta de baja estatura. Desde la cima de un edificio pude observar cómo el miserable ladronzuelo conseguía su injusto premio y arrancaba su moto tras una sonora carcajada. Como siempre, ningún transeúnte intervino, nadie quiso ayudar a la dama en aprietos, salvo un policía insignificante que trató de detener al motorista tras un infructuoso aviso para que se detuviera, pero el delincuente ya estaba fuera de su alcance.

Comencé a saltar de azotea en azotea, hasta llegar a una intersección en la cual el estúpido adolescente había usurpado la acera para acortar camino. En su insensata maniobra, casi atropella a un inocente anciano que caminaba muy despacio con la ayuda de un antiguo bastón de madera, quien permaneció tendido en el suelo de hormigón con semblante asustado y cargado de miedo. Empleando las escaleras de emergencia de una edificación con quizás más de sesenta años de construcción, alcancé una altura sobre la calle de aproximadamente tres metros, para inmediatamente después saltar a la cornisa e iniciar una persecución paralela al maleante.

Fue en ese justo momento en que el chico me vio de reojo y, tal como lo esperaba, se sintió aterrorizado, repitiendo un movimiento brusco similar al de la intersección anterior, que le llevó a ocupar por instantes el carril contrario. Ajusté la potencia de los dieciocho servomotores acoplados en mis piernas y me impulsé desde la cornisa, calculando la distancia necesaria para llevar a cabo mi propósito. El salto hizo que volara, literalmente hablando, hacia donde se encontraba el ladrón de poca monta; realicé una voltereta y giré sobre mi propio centro de gravedad, para seguidamente incrustar mi bota izquierda a la altura de su cuello. Sonreí levemente al escuchar una sutil rotura de una de las vértebras de su columna vertebral, concretamente en la región cervical, aunque también podría haber sido en la zona superior de la región dorsal.

Caí sobre mis pies y pude apreciar con claridad el fruto de mi obra: el adolescente se contorsionó en un ángulo extraño, perdió el control de su motocicleta y se desmoronó en el negro asfalto, antes de que su vehículo de dos ruedas hiciera una pirueta poco común y cayera sobre su espalda. Tendido en el medio de la avenida y gritando desesperadamente por el dolor, el joven ratero tuvo suerte de no ser arrollado por un enorme tráiler solar que transportaba una cisterna con residuos tóxicos; para su suerte, el chófer del enorme camión pudo frenar a tiempo.

Volví a sonreír antes de comenzar a acercarme.

-Eres una sabandija humana, un ruin desecho de esta consumida y maliciosa civilización- Dije, con la voz sintetizada y siniestra que me gustaba emplear con los maleantes de tal calaña, luego de detenerme a menos de medio metro de su humanidad –Eres un ser irrecuperable, una manzana podrida que no merece otra cosa que la sentencia a una condena eterna. Me aseguraré, maldito rufián, que no vuelvas a caminar jamás en tu insípida vida-.

Sin previo aviso y empleando ambas manos, le destrocé las rodillas con un golpe a dos tiempos. Pude sentir cómo las tibias, el fémur y los meniscos se pulverizaron tras el impacto, que además produjo grietas en el asfalto de esa avenida. Decididamente esa estúpida escoria nunca volvería a caminar, ni siquiera con la ayuda de implantes biomecánicos, los cuales resultan completamente inútiles en la restauración de la columna vertebral. Recuperé el bolso de la desafortunada señora, ignorando la docena de curiosos que se agolpaban alrededor del ya inconsciente ratero, así como también las sirenas de policía que se acercaban en la distancia. Volviendo sobre mis pasos, pude localizar a la dama afectada quien en ese momento estaba siendo atendida por un par de agentes. Se le veía nerviosa y, con expresión atónita y sin decir una sola palabra, recibió de mis manos su bolso. No lo agradeció ni tampoco hacía falta, sólo su seguridad era, para mi, una muestra suficiente de agradecimiento.

-A setecientos metros de aquí, en la calle Sunset, se encuentra el delincuente. Asegúrense de que pase un buen tiempo en prisión- Le advertí a los dos policías antes de correr hacia una estrecha vereda y perderme entre los edificios y residencias de los barrios bajos.

Dejé que las horas pasaran sin pena ni gloria hasta que la noche cayó sin ninguna otra novedad. Como siempre, las luces brillantes de mercurio y neón opacaban el hermoso brillo del manto de estrellas que cubría el cielo nocturno; realmente la sociedad se comportaba de forma estúpida con el paso de los años. No importaba la época, el siglo o el año, en todo momento la humanidad presentaba actitudes que solamente conllevaban a su propia destrucción y a ignorar las cosas importantes de la vida. Hiroshima, Nagasaki, Cracovia, eran tan sólo unas muestras relativamente recientes de semejante estado de irracionalidad, que producía una consecuente cadena de acciones violentas y horribles, como la guerra del año 2029, que fue tan breve como sangrienta, y cuyas secuelas aún se viven hoy en día.

El caso de Manmohan Patil se había estancado de una forma que me disgustaba. Los servicios forenses del departamento de policía apenas habían podido identificar el cadáver e iniciar una averiguación que seguramente no llegaría a buen término, así que debía moverme con presteza si quería tener una mínima idea de quién era exactamente ese hombre y qué se disponía a hacer en esta mugrienta urbe. Por lo que pude leer en los medios de comunicación, sé que se trataba de un ciudadano londinense y de un destacado ejecutivo de la Corporación Ikari, sin embargo no es información suficiente. Ese individuo no fue asesinado por un simple robo, el rastro de la transferencia bancaria desde Buenos Aires conducía a un punto muerto, debido a que alguien se había tomado la molestia de anular la cuenta luego de la transacción sin dejar ningún rastro. Ello me permitía confirmar dos cosas: primero, el ordenante y mente maestra de semejante homicidio debía tratarse de alguien poderoso e influyente; dos, el origen argentino no era más que una tapadera, una descarada y hábil cortina de humo que conducía a ninguna parte.

Decidí acercarme a Angelo’s, cuna y refugio del Don Enrico Maroni, quien muy probablemente se encontraría disfrutando de un plato de rigatoni con pesto de cilantro, con la compañía de una voluptuosa prostituta de 1000 dólares la hora y su séquito de toscos guardaespaldas sicilianos. El restaurante era elegante y ostentoso, digno de la insubstancial, frívola e insulsa jet set millonaria de El Vértice; desde sus ventanales amplios se podía apreciar toda la decadencia de la ciudad, los luminosos y estrambóticos avisos de la Sony–Toshiba, de la Coca Cola, del grupo Bankinter–ING y de la Philip Morris. No obstante, lo más llamativo de aquel nido de ratas con trajes caros era la cúpula de cristal ataviada con un vitral del dios Júpiter cortejando a la diosa Juno. La cúpula en cuestión había sido elaborada por orden del Don de la mafia, con una financiación seguramente sustentada por sus actividades comerciales ilícitas relacionadas con la droga artificial, que sus desalmados distribuían en diversas discotecas y antros de sexo y alcohol.

Escalé los cuarenta pisos del lujoso Hotel Agrigento con la ayuda de mis garras hasta llegar a la cima, donde se encontraba el restaurante junto con una piscina enorme de veinticinco metros de longitud. Tal como lo sospechaba, tres matones armados con pistolas automáticas Beretta custodiaban la entrada, mientras que cada flanco del recinto disponía de una pareja de brutos con igualdad de condiciones. Sigilosamente me acerqué por la sección trasera, mimetizándome con la negrura de la noche, aprovechando la oscuridad reinante y el descuido de dos guardias cuando se disponían a encender un cigarrillo. No tardé en alcanzar la cúpula y analizar la situación que se desarrollaba en el restaurante: todas las mesas estaban ocupadas con directivos de grandes empresas, políticos y actores; un escenario en el que el Don acaparaba toda la atención mientras cenaba en la mesa ubicada justo debajo de la cúpula.

Antes de que el Don pudiera pedir al mesero un coviglie al chocolate o un maritozzi, rompí el vitral que exaltaba la mitología romana y salté al interior del restaurante provocando un estado de pánico generalizado en los comensales adinerados. Algunos se levantaron abruptamente y corrieron hacia la salida, otros se quedaron paralizados por le miedo y el resto se refugió bajo las mesas para evitar la lluvia de cristales que caían desde la ya destrozada cúpula. Me planté cerca de la ubicación del mafioso italiano, quien había sido cubierto por dos de sus guardaespaldas; lamentablemente la prostituta de turno que le acompañaba no había tenido tanta suerte: un trozo triangular del vitral se le había encajado en su ojo izquierdo, y su cuerpo inerte yacía a mis pies en un charco de sangre y vidrio de diferentes colores.

Transcurrieron treinta segundos para verme rodeado por un ejército de matones vestidos de traje que me apuntaban sin piedad y sin ambigüedades con sus armas de fuego. Mucho más tiempo de lo que yo esperaba.

-Quince contra uno… No está mal, Enrico- Dije mientras daba un par de pasos en dirección al Don –Pero ya deberías saber que no es suficiente para detenerme-.

Los dos guardaespaldas se levantaron y ayudaron a incorporarse al líder italiano. Como marcaba la costumbre estaba impecable con un traje anticuado de pingüino, una pajarita negra, una rosa roja en el bolsillo exterior de su chaqueta, su puro costoso, su bigote perfectamente afeitado, y la guía de su pareja de bravucones Vincenzo y Giacomo. El primero tenía ojos artificiales infrarrojos después de nuestro único encuentro donde le dejé ciego con una buena dosis de ácido clorhídrico, mientras que el segundo era un sujeto de mala reputación, no solo por su estatura, sino también por su prominente dentadura de titanio, a través de la cual se decía que realizaba acciones de canibalismo soez y salvaje.

-Vaya, Schrödinger… No te esperaba tan pronto…- Habló el Don con su característica voz ronca y mansa, luego de echar un vistazo rápido a la mujerzuela muerta –Sobretodo desde aquella vez que destruiste nuestra remesas de droga psicoactiva en los muelles-.

-Lo recuerdo- Repliqué con cierta satisfacción –Aunque creo que tu esbirro Vincenzo los recordará mucho mejor que yo-.

-¡Miserable, hijo de perra! ¡Voy a arreglarte el feo rostro que seguramente escondes detrás de esa máscara!- Gritó el aludido quizás recordando nuestro episodio, y el dolor producido por la irritación y corrosión derivada por el ácido-.

-¡Basta, Vincenzo!- Ordenó el Don –Recuerda que tú eres un soldado con dignidad, un uomini d’onore2… ¡No pierdas esa condición!- Hizo una pausa para detallarme furtivamente mientras se acercaba con su silla de levitación magnética. Ello me hizo recordar que la parálisis de sus extremidades inferiores no le había hecho perder el respeto que disponía –¿A qué has venido, justiciero con disfraz? Dame una buena razón para no ordenar a mis hombres que aprieten el gatillo de sus armas-.

-Manmohan Patil… Quiero saber si le conoces-.

-No me suena para nada ese nombre- Contestó acercándose todavía un poco más, lo suficiente como para conseguir mi boleto de salida.

-Trabajaba para la Corporación Ikari y hace poco fue hallado con la cabeza aplastada a base de martillazos. Tus solados de honor, como les llamas, no son tan torpes en la ejecución de sus fechorías, ellos atienden a otro estilo, disparan en la nuca a sus víctimas luego de ponerlas de rodillas. Sin embargo, tengo motivos para creer que una personalidad influyente está tras este homicidio-.

-¡Mamma mía!- Exclamó el jefe mafioso luego de una sonora carcajada que arrancó risas y produjo un garrafal descuido entre sus guardaespaldas -¡El detective dice que ha sido una persona influyente y viene a verme! ¡Es ridículo! ¡Yo soy algo más que una persona influyente! ¡Soy un Dios muy poderoso! ¡No te olvides!-.

Aproveché el error y el momento de soberbia para hacer un ágil movimiento que me permitió poner las cuchillas de mis garras en el cuello flácido del italiano, aumentando la tensión en el grupo de asesinos quienes habían bajado la guardia por unos segundos. Sus pistolas, amenazadoras y relucientes, volvieron a apuntarme aunque esta vez con un poco más de perturbación y agitación. En ese momento me pregunté quién se atrevería a dirigir la Cosa Nostra asentada en El Vértice si Enrico Maroni muriese.

-Y tú no te olvides de que ahora tengo tu vida en mi poder- Le recordé usando una voz aún más áspera con el sintetizador de mi garganta –Te diré lo que vamos a hacer, canaglia3… Te voy a dejar vivir por esta vez si tan sólo me prometes que vas a venir conmigo ahora para hacerme un pequeño favor ¿Hai capito?4-.

Enrico sólo pudo asentir lentamente mientras sudaba descontroladamente y movía la manzana de Adán muy cerca de las cuchillas. Vincenzo y Giacomo permanecían impasibles e impotentes al igual que sus secuaces, quienes no tuvieron otra opción que abandonar sus armas y dejar que me marchara con su jefe hacia un destino desconocido.



Han pasado dos horas desde que dejé a un aterrorizado Enrico Maroni en un hospital del este, sobre una camilla en la sala de emergencias atiborrada de enfermos, leprosos y heridos. Posiblemente sus hombres ya habrían recibido el aviso que les envíe sobre la ubicación del Don, quizás ya estuvieran atravesando en diagonal toda la ciudad en sus coches Ferrari color negro, ávidos de venganza y con un arsenal de ametralladoras y pistolas que resultarían inservibles si el Don quería seguir viviendo.

Porque, acariciando el pequeño control remoto con un único botón rojo, recordé con orgullo que, tal como lo había dicho en el restaurante, tenía su vida en mi poder.

viernes, 16 de octubre de 2009

Oper. Capítulo IV.

Newcastle. Enero de 1306.

Habían pasado algunos años desde aquel día en el que el Duque perdió su título, su vida y su único y amado hijo. Las circunstancias que motivaron su desaparición y la simulación de su muerte (porque en cierta forma él había muerto), jamás han sido contadas por ningún historiador. Se presume que él cayó en batalla a consecuencia de una flecha proveniente de algún caballero inglés y, aunque nunca se pudo hallar su cuerpo, el Duque había recibido un funeral digno, un funeral que él mismo había presenciado, guardando el cuidado de que nadie le reconociera. Con amargura, vio a su hijo y a su querida esposa llorando desconsoladamente, sin ningún padre a quien abrazar y sin ningún esposo a quien besar.

Ahora deambulaba de un lado a otro, sin otro remedio que buscar el alimento que requería con ansia para seguir subsistiendo ¿Acaso no era más fácil dejarse consumir por la desesperación y encontrar finalmente la negrura eterna? ¡No! ¡No lo era! Su fuerza de voluntad era escasa y débil, no tenía la más mínima fortaleza como para sobreponerse y rechazar la pesada cruz que le tocaba cargar. Había comenzado a nevar y la noche se cernía amenazadora sobre él. Como siempre, recordó aquellos ojos color rojo carmesí que le habían hechizado e hipnotizado, eran la clase de ojos que ejercían un poder sobrenatural sobre aquel que osara contemplarlos. No quiso acordarse y rememorar sufrimientos pasados, pero inexorablemente sus pensamientos le condujeron a esa noche fatídica.

Sintió sed y eso le desesperó. No era la clase de sed que se puede sanar con un buen vaso de vino o con una jarra de agua fresca, era el tipo de sed derivada de la ansiedad de consumir el líquido prohibido, un líquido que sólo se podía conseguir matando a un ser humano con un procedimiento brutal y horrible. Quiso correr, escapar, huir, pero… ¿A dónde? ¿Dónde podría ir? En una ocasión probó con una vaca y en otra con un cordero, pero tuvo arcadas durante toda la madrugada, hasta que vomitó una sustancia rojiza y pegajosa, que le provocó un dolor insufrible. Una vez trató de comer carne y en otra oportunidad comió un pescado crudo que él mismo había capturado, pero los resultados fueron escandalosamente desafortunados. Además de devolver todo lo que había ingerido, sintió repetidas punzadas en el estómago y en la cabeza, su piel comenzó a hervir hasta alcanzar temperaturas inimaginables para un ser humano común y corriente, sintió que su detenido corazón era atravesado por cientos de espadas filosas y puntiagudas, y sus ojos lloraron sangre, sangre que necesitaba ser renovada cada día.

Los años habían pasado para el Duque, pero el infortunio seguía allí, latente, agonizante, torturador y oscuro. Caminó durante unas horas, esquivando a la muchedumbre que iba y venía de tabernas y posadas, que se refugiaban del frío, que trataban de encontrar una razón de existencia. Quiso gritar, pero sabía que no podía hacerlo, los gritos llamarían la atención de cualquier supersticioso y cabía la posibilidad de que le atraparan y que le encerraran en alguna mazmorra en consecuencia. Oyó un ruido en la distancia, era un ruido de lucha, de pelea. Una mujer pidió auxilio y un hombre le mandó a callar enseguida. El Duque se acercó al lugar desde donde provenía el escándalo, guiado por la curiosidad y por algo más; avanzó con sigilo intentando no ser reconocido entre las sombras originadas por el manto nocturno, bordeando las calles de piedra e intentando no ser visto por nadie. Antes de llegar a su destino, escuchó a la dama implorar piedad a su agresor, situación que él aprovechó para insultarla y amenazarla. Rápidamente el Duque se vio en un estrecho callejón, frente a una joven con una herida en la mejilla y a un hombre obeso que sostenía un cuchillo improvisado en su mano derecha; el bravucón volvió la mirada hacia el Duque y se distrajo, ocasión que aprovechó la damisela para emprender la huida entre gemidos.

-¡Desgraciado! ¿Qué has hecho?- Vociferó el agresor blandiendo su cuchillo.

El Duque no quería hacerlo, pero inevitablemente su insaciable sed le había conducido hacia una presa idónea: un hombre bastardo, cuya desaparición no sería lamentada por nadie. Se acercó con su cuchillo con torpeza, emitiendo un áspero aliento a alcohol mal destilado, amenazando con matar a quien había osado interferir en sus propósitos y anunciando que se disponía a diseccionar el pecho de un entrometido. No obstante, el Duque no escuchó ninguna de las advertencias que profirió aquel hombre. Sus colmillos comenzaron a crecer y a alargarse hasta alcanzar el triple de su tamaño original. Sus ojos claros se convirtieron en una suerte de rubíes brillantes y de color rojo carmesí. Sus labios se volvieron rojizos, carnosos y sólidos. Sus uñas medraron hasta convertirse en un componente punzante de sus manos. Su sed de sangre había comenzado y sólo había una forma de satisfacerla.

Con un graznido animal, se abalanzó sobre su presa con una rapidez sobrehumana, arrojando al hombre obeso al suelo con tan efectivo movimiento. El enajenado borracho apenas se estaba recuperando del primer ataque, cuando se dio cuenta de que el Duque se hallaba ahora encima de él. Lo último que pudo ver con claridad fue los dientes de marfil que asomaban tras la boca abierta del Duque, quien neutralizó los brazos de su alimento con sus manos fuertes y firmes. Seguidamente, el obeso sintió que le mordían la garganta con violencia y que la vida se le escapaba junto con la sangre que fluía suavemente a través de la herida.

viernes, 9 de octubre de 2009

Oper. Capítulo III.

El Vértice. 17 de Junio de 2052.

Maxwell Chase se detuvo, durante exactamente cinco segundos, delante de la placa cromada del elevador y revisó por enésima vez su pulcro aspecto caucásico: rostro ovalado y astuto, ojos grises, cabello cobrizo y mejillas sonrojadas. En el mundo empresarial había que ser técnico, discreto y agresivo, cualidades que Maxwell sabía cómo encajar perfectamente durante los ocho años que llevaba trabajando dentro de la Corporación Ikari. Gracias a él, el gigante de las telecomunicaciones había podido lograr más de un sólido contrato a largo plazo, los cuales afianzaban el monopolio y el dominio de la empresa con capital japonés, en todos los ámbitos de la sociedad mundial. La bolsa de Pekín utilizaba los satélites diseñados por el Departamento de Nanotecnología para establecer sus comunicaciones con las demás superpotencias; el Pentágono había confiado en la filial de Atlanta para el desarrollo de nuevos sistemas operativos de protección que blindarían las redes de comunicación militar ante eventuales ataques de espionaje; de igual forma, el gobierno neosoviético asentado en Moscú había solicitado igual desarrollo a la filial de San Petersburgo, como respuesta a las intenciones americanas. Maxwell se regocijaba de haber participado en esas negociaciones arduas y extensas, dejando de lado a sus competidores con todos los medios disponibles, cuestión que requería, en ocasiones, de métodos que rozaban la ilegalidad.

Mientras el ascensor recorría a una velocidad de vértigo los setenta pisos de aquel colosal edificio, Maxwell aprovechó para mejorar su memoria interna cerebral a través de un hexágono de control. Insertó un pequeño conector en un periférico ubicado detrás de su oreja izquierda y descargó en diez milisegundos la agenda del día, gracias a su pequeño ordenador personal incorporado en su teléfono móvil. A las diez, desayuno con el General Austin McKenzie para tratar los avances del firewall americano. A las tres, almuerzo con el Coronel Sergei Medvedev para presentar el estado de desarrollo del firewall ruso. A las siete y cuarto, cena con el Sr. Adolfo Martínez, representante mexicano del Fondo Monetario Internacional, para discutir el coste del proyecto de la Conexión Global Bancaria a través de la Red. Rutina. Un día que no era más que la fotocopia del día anterior.

Retiró el conector y lo guardó en su maletín de piel con mucha calma. A pesar de su importante cargo en la estructura jerárquica de la empresa, Maxwell siempre recibía la agenda del día minutos antes de comenzar la jornada de trabajo, la cual estaba sujeta a cambios día sí y día también. Las hojas brillantes del ascensor se abrieron con elegancia cuando llegó a su piso de destino, a sus espaldas se describía en el horizonte toda la ciudad desigual y frente a él se extendían docenas de escritorios repletos de ejecutivos que esperaban con impaciencia su llegada. Desplazándose erguido y con aire distinguido, Maxwell atravesó el pasillo principal y se encaminó hacia su amplia oficina ubicada tras la marea de escritorios de trabajo. Su secretaria, Sally, le recibió con la cortesía que le caracterizaba, para seguidamente hacerle entrega del disco base con el periódico matutino. Maxwell odiaba las ediciones impresas porque la manchaba con tinta las manos, por lo que siempre solicitaba una copia de los principales ejemplares del mundo en un disco base. En el momento en que entró a su oficina, se percató de que su socio departamental, Harry Zimmerman, le esperaba con las manos en los bolsillos y su rostro, castigado por el paso del tiempo, tenía el reflejo de una angustia evidente.

-Buenos días- Dijo el anciano Zimmerman. Maxwell tenía una idea muy concreta sobre ese hombre, pensaba que a sus setenta años el viejo le daba más importancia a su próxima jubilación antes que en el buen desempeño de su cargo en la corporación.

-Buenos días, Harry- Contestó con una sonrisa fingida.

-¿Has visto los periódicos locales?-.

-No todavía. Sally me acaba de dar el disco base ¿Algo interesante además del amarillismo de siempre?-.

-Deberías leerlo, Maxwell ¿Recuerdas a aquel representante hindú de nuestra oficina en Londres?- Preguntó Harry luego de sentarse con calma sobre un asiento adyacente al escritorio.

-¿Manmohan? Por supuesto. Debió haber estado aquí hace dos días, pero…-.

-Ha muerto, Maxwell- Interrumpió Harry –Lo han asesinado en los barrios bajos. La policía maneja la hipótesis del robo, debido a que no han encontrado sus credenciales. Han tenido que recurrir a la base de datos de la Agencia Mundial de Policía para reconocer el cadáver por medio de las huellas dactilares-.

-¿Cómo ha podido ocurrir eso, Harry? ¡Se supone que los altos ejecutivos de la Corporación Ikari contamos con un sistema de seguridad y protección infalible!- Maxwell sintió una horrible sensación de miedo que recorrió toda su espina dorsal.

-Lo sé, lo sé. El caso es que nadie sabe cómo pasó. Cuando los oficiales llegaron al aeropuerto a recoger al Sr. Patil, descubrieron que alguien se había adelantado. Emplearon los canales regulares y avisaron a la policía, cuya investigación condujo al reconocimiento del cuerpo. Pero eso no es todo, Maxwell…- El anciano hizo una pausa y le miró con aire condescendiente –También ha muerto Samuel-.

Maxwell se derrumbó en su cómodo sillón. Samuel Kazim era otro ejecutivo de la Corporación Ikari, específicamente de la oficina de Abuya, quien al igual que Manmohan, integraba la comisión de inspección de los proyectos destinados al establecimiento de la Red en diversas zonas del planeta. Francamente hablando, lo único que le importaba a Maxwell era su propia seguridad.

-¿Cómo pasó?- Alcanzó a preguntar con forzado interés.

-La versión oficial es que el avión supersónico que le llevaba a El Cairo tuvo una avería, sin embargo lo que realmente pasó es confuso. Aparentemente una bomba explotó cuando el piloto alcanzó la altura de crucero. La cuestión es que todavía están recogiendo pedazos de chatarra en Chad y Camerún… Escucha, no quisiera preocuparte pero me temo que hay una relación en todo esto. Samuel trabajaba contigo en la implementación del firewall ruso ¿cierto?-.

-Sí, él dirigía a un equipo de informáticos y hackers africanos ¿por qué lo…?-.

Sin previo aviso, Maxwell entendió el sentido de las palabras de Harry. Samuel estaba desarrollando un algoritmo que impediría la penetración de cualquier ente externo a los sistemas de defensa neosoviéticos. Manmohan, por su parte, se encargaba de un código de encriptación de utilidad para el ejército americano ¿Se habrían enterado ambos gobiernos de la doble moral de la Corporación Ikari? ¿Era acaso un aviso de que los servicios de inteligencia de ambas potencias continuarían asesinando a todos aquellos que tuvieran algo que ver con tales proyectos?

-Creo que deberías hablar con el Sr. Stirling, Maxwell…-.

-¡Ni hablar, Harry!- Gritó visiblemente asustado y sintiendo cómo un frío sudor le corría las sienes y la frente.

Un silencio insondable invadió la oficina de Maxwell Chase. Harry se había retorcido con incomodidad luego de la reacción violenta de su socio de departamento, sin embargo tenía la necesidad de permanecer allí con el objeto de discutir las acciones a considerar a corto y a mediano plazo. Ambos sabían que Stirling no aceptaría en buenos términos la muerte de dos importantes ejecutivos de la megacorporación, y también estaban al tanto de que si no tomaban medidas a la mayor brevedad posible, era muy probable que sus puestos corrieran peligro y, en el caso de Harry, su jubilación se vería seriamente amenazada.

-Lo siento, Harry… Estoy un poco alterado por las muertes de nuestros compañeros- Dijo Maxwell luego de reflexionar durante unos instantes –Verás, hoy debo reunirme, por separado, con representantes neosoviéticos y americanos, así que te pediré que me permitas manejar ambas reuniones a mi juicio, de esta forma podría averiguar algo sobre sus intenciones y conocimientos de nuestros intereses comerciales-.

-Es arriesgado, Maxwell. Tú ya conoces mi opinión sobre esos negocios. Sé de buen grado que el Sr. Stirling es quien ha recomendado la ejecución de ambos proyectos, pero él, a diferencia de nosotros, no está exponiéndose libremente-.

-Para eso nos pagan, Harry-.

-Sí, ciertamente ¿pero vale la pena perder la vida por un puñado de dólares, Maxwell? Piénsalo. Yo ya estoy viejo, pero tú eres joven y tienes un futuro por delante. Yo, en tu posición, prescindiría de uno de los contratos. Simplemente me quedaría con aquel que produjera más beneficios y luego le diría a Stirling que no se pudieron lograr todos los objetivos planteados-.

-Tu solución no deja de ser inteligente, Harry, pero peca de ser muy ortodoxa y conservadora. A veces, en el mundo empresarial, hay que tomar riesgos y yo estoy dispuesto a asumirlos-.

Los neosoviéticos de un lado, los americanos del otro y Maxwell en el medio. La idea le parecía inmejorable y atractiva. Para Maxwell Chase el reto era siempre un ingrediente fundamental en las negociaciones y el solo hecho de arriesgar la vida le daba un toque morboso que le hizo sentir el empuje que necesitaba para llevar a feliz conclusión los proyectos que tenía en mente. De seguir así, pronto ascendería a posiciones más importantes en la Corporación Ikari y desde allí se encargaría de prescindir de vejestorios inservibles y con ideas del siglo pasado como Harry Zimmerman.