viernes, 16 de octubre de 2009

Oper. Capítulo IV.

Newcastle. Enero de 1306.

Habían pasado algunos años desde aquel día en el que el Duque perdió su título, su vida y su único y amado hijo. Las circunstancias que motivaron su desaparición y la simulación de su muerte (porque en cierta forma él había muerto), jamás han sido contadas por ningún historiador. Se presume que él cayó en batalla a consecuencia de una flecha proveniente de algún caballero inglés y, aunque nunca se pudo hallar su cuerpo, el Duque había recibido un funeral digno, un funeral que él mismo había presenciado, guardando el cuidado de que nadie le reconociera. Con amargura, vio a su hijo y a su querida esposa llorando desconsoladamente, sin ningún padre a quien abrazar y sin ningún esposo a quien besar.

Ahora deambulaba de un lado a otro, sin otro remedio que buscar el alimento que requería con ansia para seguir subsistiendo ¿Acaso no era más fácil dejarse consumir por la desesperación y encontrar finalmente la negrura eterna? ¡No! ¡No lo era! Su fuerza de voluntad era escasa y débil, no tenía la más mínima fortaleza como para sobreponerse y rechazar la pesada cruz que le tocaba cargar. Había comenzado a nevar y la noche se cernía amenazadora sobre él. Como siempre, recordó aquellos ojos color rojo carmesí que le habían hechizado e hipnotizado, eran la clase de ojos que ejercían un poder sobrenatural sobre aquel que osara contemplarlos. No quiso acordarse y rememorar sufrimientos pasados, pero inexorablemente sus pensamientos le condujeron a esa noche fatídica.

Sintió sed y eso le desesperó. No era la clase de sed que se puede sanar con un buen vaso de vino o con una jarra de agua fresca, era el tipo de sed derivada de la ansiedad de consumir el líquido prohibido, un líquido que sólo se podía conseguir matando a un ser humano con un procedimiento brutal y horrible. Quiso correr, escapar, huir, pero… ¿A dónde? ¿Dónde podría ir? En una ocasión probó con una vaca y en otra con un cordero, pero tuvo arcadas durante toda la madrugada, hasta que vomitó una sustancia rojiza y pegajosa, que le provocó un dolor insufrible. Una vez trató de comer carne y en otra oportunidad comió un pescado crudo que él mismo había capturado, pero los resultados fueron escandalosamente desafortunados. Además de devolver todo lo que había ingerido, sintió repetidas punzadas en el estómago y en la cabeza, su piel comenzó a hervir hasta alcanzar temperaturas inimaginables para un ser humano común y corriente, sintió que su detenido corazón era atravesado por cientos de espadas filosas y puntiagudas, y sus ojos lloraron sangre, sangre que necesitaba ser renovada cada día.

Los años habían pasado para el Duque, pero el infortunio seguía allí, latente, agonizante, torturador y oscuro. Caminó durante unas horas, esquivando a la muchedumbre que iba y venía de tabernas y posadas, que se refugiaban del frío, que trataban de encontrar una razón de existencia. Quiso gritar, pero sabía que no podía hacerlo, los gritos llamarían la atención de cualquier supersticioso y cabía la posibilidad de que le atraparan y que le encerraran en alguna mazmorra en consecuencia. Oyó un ruido en la distancia, era un ruido de lucha, de pelea. Una mujer pidió auxilio y un hombre le mandó a callar enseguida. El Duque se acercó al lugar desde donde provenía el escándalo, guiado por la curiosidad y por algo más; avanzó con sigilo intentando no ser reconocido entre las sombras originadas por el manto nocturno, bordeando las calles de piedra e intentando no ser visto por nadie. Antes de llegar a su destino, escuchó a la dama implorar piedad a su agresor, situación que él aprovechó para insultarla y amenazarla. Rápidamente el Duque se vio en un estrecho callejón, frente a una joven con una herida en la mejilla y a un hombre obeso que sostenía un cuchillo improvisado en su mano derecha; el bravucón volvió la mirada hacia el Duque y se distrajo, ocasión que aprovechó la damisela para emprender la huida entre gemidos.

-¡Desgraciado! ¿Qué has hecho?- Vociferó el agresor blandiendo su cuchillo.

El Duque no quería hacerlo, pero inevitablemente su insaciable sed le había conducido hacia una presa idónea: un hombre bastardo, cuya desaparición no sería lamentada por nadie. Se acercó con su cuchillo con torpeza, emitiendo un áspero aliento a alcohol mal destilado, amenazando con matar a quien había osado interferir en sus propósitos y anunciando que se disponía a diseccionar el pecho de un entrometido. No obstante, el Duque no escuchó ninguna de las advertencias que profirió aquel hombre. Sus colmillos comenzaron a crecer y a alargarse hasta alcanzar el triple de su tamaño original. Sus ojos claros se convirtieron en una suerte de rubíes brillantes y de color rojo carmesí. Sus labios se volvieron rojizos, carnosos y sólidos. Sus uñas medraron hasta convertirse en un componente punzante de sus manos. Su sed de sangre había comenzado y sólo había una forma de satisfacerla.

Con un graznido animal, se abalanzó sobre su presa con una rapidez sobrehumana, arrojando al hombre obeso al suelo con tan efectivo movimiento. El enajenado borracho apenas se estaba recuperando del primer ataque, cuando se dio cuenta de que el Duque se hallaba ahora encima de él. Lo último que pudo ver con claridad fue los dientes de marfil que asomaban tras la boca abierta del Duque, quien neutralizó los brazos de su alimento con sus manos fuertes y firmes. Seguidamente, el obeso sintió que le mordían la garganta con violencia y que la vida se le escapaba junto con la sangre que fluía suavemente a través de la herida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario