domingo, 29 de enero de 2023

Dioses genéticos. Capítulo 5. Razones para investigar un crimen

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Razones para investigar un crimen

 

Andrew Poincaré fue honesto. Quizás más honesto de lo habitual. Al menos fue más honesto de lo que era con su ex-esposa. En un principio, trató de disculparse por la falta de visitas, por no haberse comunicado con él, o al menos intentarlo. Sabía de antemano que las excusas eran banales y nimias, y aún así lo intentó, muy a pesar de que Eugene lo instó inmediatamente a ir al fondo de la cuestión, al verdadero propósito de su presencia en esa habitación contagiada por la sencillez del pasado.

 

Por ende, Andrew explicó con precisos detalles cómo halló lo que quedaba del cadáver de Lars Svensson, la situación que experimentó en aquel instituto y la forma en que anularon cualquier autoridad de la Policía Tecnológica. La narración de los hechos, le obligó a describir las razones por las cuales se hallaba allí, requiriendo de su ayuda y de su experiencia.

 

-¿Es todo?- Preguntó toscamente Eugene Goldstein, alzando la ceja derecha.

 

Andrew no supo qué decir.

 

-Ya veo…- Prosiguió Eugene, inclinándose levemente hacia adelante –Déjame ver si he entendido correctamente. Un joven científico ha fallecido y la Policía Tecnológica no puede indagar sobre el supuesto crimen, debido a un trámite meramente burocrático ¿no?-.  

 

El Inspector Poincaré asintió de forma imperceptible.

 

-Suicidio-.

 

-¿Perdona?-.

 

-Suicidio. De acuerdo a lo que has descrito, se trata indudablemente de un suicidio- Eugene regresó a su postura inicial y contempló la expresión de sorpresa que se dibujó en el rostro de su antiguo colega –Querías mi opinión y te la he dado. El científico se suicidó. Ésa es mi opinión. Tómala o déjala. Ahora, si me disculpas, debo desayunar e ir a cortar leña-.

 

Andrew se desconcertó aún más al contemplarle cuando se levantó en toda su estatura. El cabello de Eugene era canoso, sus ojos azules estaban marcados por severas arrugas, sus manos se habían convertido en rígidas tenazas probablemente a causa de los trabajos de carpintería. Por otro lado, era evidente que Eugene había adelgazado demasiado. La camisa blanca le sentaba muy holgada y los hombros se habían curvado notablemente. A pesar de tal desmejora en su estado físico, Eugene demostraba una absoluta determinación en todos sus movimientos, y el brillo de su mirada era una prueba fehaciente de que aún habitaba en su interior el ímpetu de un policía.

 

-Ni tú mismo lo crees ¿verdad?- Musitó débilmente Andrew.

 

-¿Alguna vez has visto a alguien cortando leña?- Replicó Eugene y, sin esperar una respuesta inmediata, prosiguió: -Seguro que no. El caso es que no se puede cortar leña con el estómago vacío, así que acompáñame a comer-.

 

La comida fue momentánea, digna de una dieta escasa en carbohidratos.  Andrew vio cómo la Sra. O’Neill disponía de unas vasijas de madera llenas con pan de trigo, granola y pasta de sémola; todo acompañado con sendos vasos de leche de cabra. El paladar del inspector se había alejado durante un día de las comidas precocinadas, los alimentos deshidratados y los productos sintéticos que se preparan con tan solo un cuarto de litro de agua en un horno de inducción.

 

Después de la silenciosa y rudimentaria comida. Eugene guió a su antiguo compañero hacia un cobertizo estrecho y largo, en cuyo suelo descansaba un cepo cilíndrico de ébano. Ante la mirada de Andrew, tomó un hacha afilada y dio una estacada que dividió en dos partes asimétricas un trozo de madera de pino.

 

-El padre de mi esposa cortaba leña en este mismo lugar- Dijo, usando un tono de voz ausente –Cuando llega el invierno, es necesario disponer de una gran reserva que, al mismo tiempo, debe ser administrada con sumo cuidado-.

 

El hacha descendió rápidamente, dejando a su paso astillas y dos nuevas adquisiciones para tan singular reserva.

 

-Mi esposa no estaba acostumbrada a un ritmo de vida tan superfluo como el de las grandes ciudades. Los Amish son personas pacíficas, que disfrutan de los verdaderos sustentos de la vida. Infelizmente, le quité a mi esposa todo eso-.

 

-Eugene, no había modo de saber que…-.

 

-Silencio, Andrew- Interrumpió secamente, mutilando otro pedazo de madera –No necesito tu compasión ahora. Mi esposa vivía de este modo y cuando la conocí, no dudé por un segundo que era ella quien estaría conmigo hasta mis últimos días- Hizo una pausa distante, que aprovechó para secar el sudor de su frente –Pero no fue así. Al final, nada es como aparenta ser. Ése es uno de los fundamentos básicos de la criminología y, por añadido, de la vida misma-.

 

Buscó con la mirada una piedra aguda que usó para amolar el filo del hacha, mediante movimientos precisos y fugaces.

 

-Si ese individuo, Lars, quería suicidarse entonces tendría que haber un motivo para ello y también alguna evidencia que mostrara sus intenciones. Quizás alguna conversación con algún colega, una confesión a su psiquiatra personal, una depresión repentina debida a una pelea con su pareja, una nota con explicaciones o incluso la muerte de su gato de dieciocho años, por poner algunos ejemplos-.

 

-El poco tiempo que hemos dispuesto para la investigación no ha arrojado nada de eso, Eugene-.

 

-Entonces no la arrojará, ni aunque tuvieses que esperar hasta el próximo “big bang”. Los indicios de suicidio son fácilmente reconocibles y si no se han visto en las primeras horas posteriores a la muerte, es porque sencillamente no existen. Por lo tanto, es necesario indagar sobre el móvil, las circunstancias y la oportunidad del crimen-.

 

-Es por eso por lo que requerimos de tu ayuda. Los darwinianos han dejado de lado a la Policía Tecnológica gracias a una ley discutible. Sin embargo y gracias a esa misma legislación, podemos seguir con la investigación usando a…-.

 

-No es necesario que continúes. Desde un primer momento, entendí cuál era el motivo principal de tu visita inesperada-.   

 

El cerebro de Eugene trabajaba de un modo acelerado, mayor al que tenía cualquiera de aquellos audaces adolescentes que instalaban chips nanotecnológicos en el hipotálamo, con el consecuente riesgo de ocasionar riesgos irreparables a corto o mediano plazo. Cuando Andrew dio sus primeras explicaciones, la intuición de Eugene extrapoló diversas opciones y una de ellas consistía en investigar el trasfondo de aquel crimen. 

 

Los darwinistas, adjetivo usado con desprecio por los fanáticos religiosos y con admiración por la comunidad científica. La ciencia darwiniana se había alzado con éxito durante las últimas dos décadas, llegando a adoptar una identidad gubernamental definida. Enfermedades crónicas y defectos genéticos como la diabetes, el daltonismo, la hemofilia o la anemia, podrían ser suprimidas totalmente gracias a una oportuna modificación del ADN en el feto durante la gestación. Por ese motivo, se habían producido sustanciosas reducciones en los gastos de la salud pública, originando que un diputado, oficialmente no vinculado con el darwinismo pero que apoyó extraoficialmente las investigaciones sobre la codificación del genoma humano, propuso la creación de un instituto estatal con carácter autónomo gestionado por leyes orgánicas, en apariencia rigurosas.

 

Por eso la Policía Tecnológica había sido erradicada con facilidad de la investigación y era indispensable una figura independiente. Algo simple y a la vez complejo.  

 

-Hace dos días perdimos una cosecha de tomates debido a una lluvia ácida y hoy te veo después de mucho tiempo- Habló Eugene, al tiempo que clavaba el hacha en el cepo –Los Amish no creen en las casualidades. Creen que todo ocurre por alguna razón en particular. Todos los días me atormenta la idea de que mi esposa podría estar viva. Me levanto y acuesto con ese pensamiento, todo bajo una rutina que comienza en este cobertizo y acaba en los establos. El hecho de que me hayas sacado de ese ritmo de vida, me indica que ha llegado el momento de hacer algo diferente-.

 

El hacha descendió ligera hacia un tocho de pino. Una astilla saltó para aterrizar en la muñeca derecha de Eugene, quien la removió con indiferencia e ignorando el punto rojo carmesí que se había originado.

 

-Hay días en los que pienso qué sería de mi vida si ella…- Miró distante el hilillo de sangre en la herida reciente –No puedo decir que me sienta afortunado de vivir en esta comunidad, pero al menos he hallado consuelo y paz entre sus habitantes y muros ¿Por qué debería abandonar tales beneficios a favor de la investigación de una muerte?-.

 

La pregunta descolocó por un instante a Andrew. La esperaba, pero el compás que había adoptado la conversación le hizo bajar la guardia. Ahora que la interrogante estaba formulada, era indispensable hallar una estrategia que le llevaría a una óptima explicación.

 

-No puedo darte una razón plausible- Admitió, cabizbajo, el Inspector Poincaré –De hecho, estoy convencido de que cualquier explicación no serviría para nada. Sin embargo, ambos somos hombres de honor y de ley, personas al servicio de un código ético y moral. En consecuencia, no te pediré que investigues la muerte de un científico, te pido que te investigues a ti mismo, que busques en tu interior dónde está tu sitio. Puede que sea este poblado anclado en el pasado, puede que sea haciendo lo que hacías hasta hace poco más de dos años. Eso es algo que sólo podrás saber si te reencuentras a ti mismo-.

 

Eugene Goldstein notó que su antiguo compañero no había encajado bien la pregunta. A pesar de ello, la respuesta no le dejó impasible. Un síntoma de inquietud asomó en el fondo de su corazón. Probablemente, el supuesto homicidio de ese joven era el indicio que andaba buscando desde el momento en que una explosión truncara abruptamente la vida de una apacible esposa Amish llamada Sofía O’Neill de Goldstein.

domingo, 15 de enero de 2023

Dioses genéticos. Capítulo 4. Un crimen y un peón

 

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Un crimen y un peón

 

La comunidad se hallaba escondida tras un bosque verde y húmedo, repleto de pinos, cipreses y eucaliptos. Para acceder a ella, era necesario ir primero por una autopista de seis carriles conocida como la Circunvalación H4. Luego de diez minutos de recorrido, se debía salir por la variante del punto kilométrico 47, girar a la izquierda en la primera rotonda y avanzar ocho kilómetros por una estrecha carretera, escasamente concurrida. Una vez alcanzados los ocho kilómetros, era necesario tomar la salida que desembocaba en un camino pedregoso sin asfaltar.

 

Andrew aparcó su coche eléctrico en el improvisado arcén del pasaje y contempló el amplio bosque que se extendía ante sí. Caminó durante diez minutos, bajo una fina lluvia ácida producto de la contaminación y de una mala condensación en el eterno ciclo del agua. Para cuando llegó a una caseta blanca que indicaba el final del recorrido, sus zapatos estaban mojados y llenos de barro. Ello no le impidió leer con paciencia el aviso que se alzaba frente a sus ojos y que rezaba lo siguiente:

 

“Comunidad Amish de Lancaster. Sea bienvenido si su corazón está en paz”.

 

-Buenos días, señor ¿En qué puedo ayudarle?- Preguntó un hombre sereno, asomando la cabeza por la ventanilla de la caseta.

 

-Buenos días, caballero. Me llamo Andrew Poincaré y busco a un amigo que reside aquí-.

 

-Imagino que conocerá su nombre-.

 

-Sí. Su nombre es Eugene Goldstein-.

 

La expresión del hombre cambió radicalmente al escuchar tal nombre. Sus ojos ámbar centellearon por un instante muy breve, antes de formular una cautelosa pregunta.

 

-¿Por qué le busca?-.

 

-Es mi amigo. Trabajamos juntos y me gustaría verle-.

 

-Eugene es un alma atormentada, señor. No es conveniente que usted le visite-.

 

-Precisamente por eso vengo. Yo también soy un alma atormentada- Andrew empleó un falso tono de resignación y pena, a sabiendas de que estaba obrando incorrectamente al engañar a alguien tan ingenuo –Acabo de pasar por una situación similar a la que él vivió y yo…-.

 

-¡Oh! ¿De veras? ¡Eso es una cosa terrible señor! ¡No lo sabía! ¡Le pido disculpas!-.

 

-Descuide, caballero, descuide… Si tan sólo pudiese ver a mi amigo, yo estaría mejor-.

 

-Siento mucho mi desconsideración, señor. Si me lo permite, le llevaré personalmente hasta la residencia del Sr. Goldstein-.

 

El hombre abandonó la caseta y se dirigió a un pequeño establo de madera. Andrew pudo apreciar que se trataba de un joven de pulcra barba, vestido con pantalón negro, sombrero plano, camisa blanca y tirantes. El joven ignoró la lluvia mientras abría los extensos portones del establo. Seguidamente, la cabeza de un hermoso caballo negro asomó. El potro tiraba de una antigua carreta oscura que se detuvo ante el Inspector Poincaré con precisión. Ante un gesto del joven, Andrew ingresó en la carreta y tras una orden del conductor, el caballo comenzó a cabalgar en dirección del inclinado bosque.

 

Andrew no tardó en perder de vista tanto la caseta como su coche eléctrico. A medida que avanzaba, el paisaje cambiaba drásticamente dejando atrás los resquicios de la Circunvalación H4 y anunciando el advenimiento de lomas ataviadas por árboles rodeados de hojas caídas y hierbas. Tanto a la izquierda como a la derecha se elevaban enormes cumbres oscuras, surcadas por cerradas curvas que eran recorridas con rapidez gracias al brío del caballo. El resplandeciente sol del amanecer se elevaba con ímpetu entre el follaje y la vegetación, que dejaba traslucir los primeros rayos de la mañana y borraba todo atisbo del aguacero que minutos antes bañaba la autopista.

 

Andrew tuvo la sensación de que estaba entrando en un mundo diferente. La ciudad de hormigón y acero, atiborrada de lluvia, cedía su paso a una zona fresca y virgen, adornada por un cálido sol. Repentinamente, el túnel vegetal culminó abruptamente para dar paso a una loma empinada, en cuya base se podía apreciar un pintoresco caserío, coronado por un cielo azul. En el horizonte, se vislumbraba cómo las nubes grises se alejaban de la aldea y se encaminaban hacia la civilización moderna y tecnológica.

 

Sin previo aviso, tuvo inicio el descenso hacia el poblado, originando así uno de los súbitos ataques de asma de Andrew. El inspector buscó desesperadamente entre sus bolsillos hasta hallar un aparato en ángulo recto que llevó a la boca. El inhalador digital calculó la dosis exacta que necesitaba Andrew para repeler el ataque, y disparó una ráfaga de un líquido rosado que inundó sus pulmones. La dosificación provocó un alivio inmediato, opacado momentáneamente por una brusca oscilación del carruaje.

 

-Hemos llegado al poblado, señor- Anunció el joven cochero con interés.

 

El Inspector Poincaré respiró agitada y profundamente, antes de darse cuenta que era observado por decenas de personas. Una mujer orlada con un largo vestido gris, tapó con su mano los ojos de un pequeño niño que veía con atención hacia el interior de la carreta. Una pareja de ancianos dejaron de labrar con sus escardillas de madera cuando el vehículo pasó frente a su sembrado. Andrew se sentía vigilado y escrutado por ojos atentos, situación que le produjo un frío estremecimiento. Cuando el carruaje se detuvo, el conductor le indicó que debía descender del mismo.

 

-Eugene está en el interior, señor- Habló el joven, al tiempo que señalaba una casa colonial construida con tablones de pino, dispuesta con ventanas rectangulares, un jardín discreto y tejado carmesí –Sin embargo, debe esperar fuera por el momento-.

 

El cochero tocó la puerta con discreción y una mujer rolliza, de baja estatura y vestida con un delantal blanco hecho a mano, le recibió en la entrada. Ambos conversaron durante unos minutos, intercambiando miradas y volviendo la vista hacia el inspector. Tras unos instantes perennes, la mujer asintió y se perdió en las entrañas de la casa.

 

-La Sra. O’Neill hablará con Eugene, señor- Dijo el cochero, al regresar –Me ha dicho que a esta hora él acostumbra a desayunar, antes de cortar leña-.

 

O’Neill. Sin duda, el apellido le era asombrosamente familiar. Nunca había conocido a la familia de Eugene, no obstante…

 

La mujer apareció de nuevo por la puerta e hizo una seña con los brazos macizos.

 

-Puede usted entrar, señor- Confirmó el joven.

 

-Quisiera agradecerte con…- Intentó decir Andrew,  haciendo un ademán de buscar algo en su cartera-.

 

-¡No, señor! ¡No es necesario! Lo he hecho con total gusto- Repuso el cochero con un gesto afable –Por favor, entre. Eugene debe estar esperándole-.

 

A diferencia del joven, la señora resultó ser adusta y poco amable. Tras un áspero saludo, le guío por unas escaleras que crujían bajo los pies. Andrew pudo notar que no había ningún elemento tecnológico en aquella residencia. No había luces fluorescentes, cocina eléctrica, calefacción automática, ordenadores de control, automatismos y persianas autoajustables. En la casa reinaba, además de la ebanistería, un silencio sepulcral que sólo era breve y tenuemente interrumpido por los quejidos de los escalones y del suelo de madera. 

 

-Ha llegado usted poco antes de la hora del desayuno. Le pediré que por favor sea breve. Eugene no tiene mucho tiempo- Fue la concisa explicación de la mujer, antes de señalar con el dedo índice una puerta sencilla que se hallaba entreabierta.

 

Andrew ingresó a una habitación humilde, rodeada de un armario cerrado, una cama escueta y una repisa sobre la cual descansaba una fotografía impresa en papel, el único elemento que discrepaba con la austeridad del lugar.

 

-Únicamente hay dos razones por las cuales me has visitado, Andrew. O has venido a interesarte por mi salud, cuestión que considero improbable dada tu falta de comunicación en los últimos dos años, o bien has venido a pedirme un favor. En consecuencia, te rogaré que seas honesto conmigo- Habló una voz grave y severa.

 

El dueño de esa voz era un hombre de aspecto cansado que, sentado sobre la cama, alzó la mirada hacia su visitante dejando en evidencia unos ojos muertos y desahuciados.