domingo, 15 de enero de 2023

Dioses genéticos. Capítulo 4. Un crimen y un peón

 

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Un crimen y un peón

 

La comunidad se hallaba escondida tras un bosque verde y húmedo, repleto de pinos, cipreses y eucaliptos. Para acceder a ella, era necesario ir primero por una autopista de seis carriles conocida como la Circunvalación H4. Luego de diez minutos de recorrido, se debía salir por la variante del punto kilométrico 47, girar a la izquierda en la primera rotonda y avanzar ocho kilómetros por una estrecha carretera, escasamente concurrida. Una vez alcanzados los ocho kilómetros, era necesario tomar la salida que desembocaba en un camino pedregoso sin asfaltar.

 

Andrew aparcó su coche eléctrico en el improvisado arcén del pasaje y contempló el amplio bosque que se extendía ante sí. Caminó durante diez minutos, bajo una fina lluvia ácida producto de la contaminación y de una mala condensación en el eterno ciclo del agua. Para cuando llegó a una caseta blanca que indicaba el final del recorrido, sus zapatos estaban mojados y llenos de barro. Ello no le impidió leer con paciencia el aviso que se alzaba frente a sus ojos y que rezaba lo siguiente:

 

“Comunidad Amish de Lancaster. Sea bienvenido si su corazón está en paz”.

 

-Buenos días, señor ¿En qué puedo ayudarle?- Preguntó un hombre sereno, asomando la cabeza por la ventanilla de la caseta.

 

-Buenos días, caballero. Me llamo Andrew Poincaré y busco a un amigo que reside aquí-.

 

-Imagino que conocerá su nombre-.

 

-Sí. Su nombre es Eugene Goldstein-.

 

La expresión del hombre cambió radicalmente al escuchar tal nombre. Sus ojos ámbar centellearon por un instante muy breve, antes de formular una cautelosa pregunta.

 

-¿Por qué le busca?-.

 

-Es mi amigo. Trabajamos juntos y me gustaría verle-.

 

-Eugene es un alma atormentada, señor. No es conveniente que usted le visite-.

 

-Precisamente por eso vengo. Yo también soy un alma atormentada- Andrew empleó un falso tono de resignación y pena, a sabiendas de que estaba obrando incorrectamente al engañar a alguien tan ingenuo –Acabo de pasar por una situación similar a la que él vivió y yo…-.

 

-¡Oh! ¿De veras? ¡Eso es una cosa terrible señor! ¡No lo sabía! ¡Le pido disculpas!-.

 

-Descuide, caballero, descuide… Si tan sólo pudiese ver a mi amigo, yo estaría mejor-.

 

-Siento mucho mi desconsideración, señor. Si me lo permite, le llevaré personalmente hasta la residencia del Sr. Goldstein-.

 

El hombre abandonó la caseta y se dirigió a un pequeño establo de madera. Andrew pudo apreciar que se trataba de un joven de pulcra barba, vestido con pantalón negro, sombrero plano, camisa blanca y tirantes. El joven ignoró la lluvia mientras abría los extensos portones del establo. Seguidamente, la cabeza de un hermoso caballo negro asomó. El potro tiraba de una antigua carreta oscura que se detuvo ante el Inspector Poincaré con precisión. Ante un gesto del joven, Andrew ingresó en la carreta y tras una orden del conductor, el caballo comenzó a cabalgar en dirección del inclinado bosque.

 

Andrew no tardó en perder de vista tanto la caseta como su coche eléctrico. A medida que avanzaba, el paisaje cambiaba drásticamente dejando atrás los resquicios de la Circunvalación H4 y anunciando el advenimiento de lomas ataviadas por árboles rodeados de hojas caídas y hierbas. Tanto a la izquierda como a la derecha se elevaban enormes cumbres oscuras, surcadas por cerradas curvas que eran recorridas con rapidez gracias al brío del caballo. El resplandeciente sol del amanecer se elevaba con ímpetu entre el follaje y la vegetación, que dejaba traslucir los primeros rayos de la mañana y borraba todo atisbo del aguacero que minutos antes bañaba la autopista.

 

Andrew tuvo la sensación de que estaba entrando en un mundo diferente. La ciudad de hormigón y acero, atiborrada de lluvia, cedía su paso a una zona fresca y virgen, adornada por un cálido sol. Repentinamente, el túnel vegetal culminó abruptamente para dar paso a una loma empinada, en cuya base se podía apreciar un pintoresco caserío, coronado por un cielo azul. En el horizonte, se vislumbraba cómo las nubes grises se alejaban de la aldea y se encaminaban hacia la civilización moderna y tecnológica.

 

Sin previo aviso, tuvo inicio el descenso hacia el poblado, originando así uno de los súbitos ataques de asma de Andrew. El inspector buscó desesperadamente entre sus bolsillos hasta hallar un aparato en ángulo recto que llevó a la boca. El inhalador digital calculó la dosis exacta que necesitaba Andrew para repeler el ataque, y disparó una ráfaga de un líquido rosado que inundó sus pulmones. La dosificación provocó un alivio inmediato, opacado momentáneamente por una brusca oscilación del carruaje.

 

-Hemos llegado al poblado, señor- Anunció el joven cochero con interés.

 

El Inspector Poincaré respiró agitada y profundamente, antes de darse cuenta que era observado por decenas de personas. Una mujer orlada con un largo vestido gris, tapó con su mano los ojos de un pequeño niño que veía con atención hacia el interior de la carreta. Una pareja de ancianos dejaron de labrar con sus escardillas de madera cuando el vehículo pasó frente a su sembrado. Andrew se sentía vigilado y escrutado por ojos atentos, situación que le produjo un frío estremecimiento. Cuando el carruaje se detuvo, el conductor le indicó que debía descender del mismo.

 

-Eugene está en el interior, señor- Habló el joven, al tiempo que señalaba una casa colonial construida con tablones de pino, dispuesta con ventanas rectangulares, un jardín discreto y tejado carmesí –Sin embargo, debe esperar fuera por el momento-.

 

El cochero tocó la puerta con discreción y una mujer rolliza, de baja estatura y vestida con un delantal blanco hecho a mano, le recibió en la entrada. Ambos conversaron durante unos minutos, intercambiando miradas y volviendo la vista hacia el inspector. Tras unos instantes perennes, la mujer asintió y se perdió en las entrañas de la casa.

 

-La Sra. O’Neill hablará con Eugene, señor- Dijo el cochero, al regresar –Me ha dicho que a esta hora él acostumbra a desayunar, antes de cortar leña-.

 

O’Neill. Sin duda, el apellido le era asombrosamente familiar. Nunca había conocido a la familia de Eugene, no obstante…

 

La mujer apareció de nuevo por la puerta e hizo una seña con los brazos macizos.

 

-Puede usted entrar, señor- Confirmó el joven.

 

-Quisiera agradecerte con…- Intentó decir Andrew,  haciendo un ademán de buscar algo en su cartera-.

 

-¡No, señor! ¡No es necesario! Lo he hecho con total gusto- Repuso el cochero con un gesto afable –Por favor, entre. Eugene debe estar esperándole-.

 

A diferencia del joven, la señora resultó ser adusta y poco amable. Tras un áspero saludo, le guío por unas escaleras que crujían bajo los pies. Andrew pudo notar que no había ningún elemento tecnológico en aquella residencia. No había luces fluorescentes, cocina eléctrica, calefacción automática, ordenadores de control, automatismos y persianas autoajustables. En la casa reinaba, además de la ebanistería, un silencio sepulcral que sólo era breve y tenuemente interrumpido por los quejidos de los escalones y del suelo de madera. 

 

-Ha llegado usted poco antes de la hora del desayuno. Le pediré que por favor sea breve. Eugene no tiene mucho tiempo- Fue la concisa explicación de la mujer, antes de señalar con el dedo índice una puerta sencilla que se hallaba entreabierta.

 

Andrew ingresó a una habitación humilde, rodeada de un armario cerrado, una cama escueta y una repisa sobre la cual descansaba una fotografía impresa en papel, el único elemento que discrepaba con la austeridad del lugar.

 

-Únicamente hay dos razones por las cuales me has visitado, Andrew. O has venido a interesarte por mi salud, cuestión que considero improbable dada tu falta de comunicación en los últimos dos años, o bien has venido a pedirme un favor. En consecuencia, te rogaré que seas honesto conmigo- Habló una voz grave y severa.

 

El dueño de esa voz era un hombre de aspecto cansado que, sentado sobre la cama, alzó la mirada hacia su visitante dejando en evidencia unos ojos muertos y desahuciados.

 

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