domingo, 21 de febrero de 2010

Oper. Capítulo VII.

Valaquia. Mayo de 1458.

Finalmente, pasados casi doscientos años, el Duque había recuperado un título de la nobleza, un título que no era análogo al que ostentaba en su tierra natal, pero que de alguna manera le permitía adquirir un sentido a su existencia inmortal, a su maldición eterna y a su particular filosofía conceptual de la vida. Ya no tenía miedo, ni sufría de pesadillas y remordimientos por todas las almas que había dispuesto para alimentarse; de hecho, ignoraba a cuántos inocentes había asesinado con el fin de satisfacer su sed. Se podría decir que incluso cambió sus ideales y creencias de justicia, libertad, derecho y equidad por una perspectiva más violenta y extremista.

Todas las noches recordaba el procedimiento que había escogido para acceder al poder del principado que ahora ostentaba. Llegó a Valaquia atravesando la región montañosa de Transilvania, lugar al que había accedido tras un largo peregrinaje que le llevó a conocer el orgulloso Imperio Germánico, el numeroso y despiadado Imperio Otomano, el decadente Imperio Bizantino y la majestuosidad romana. El producto de ese peregrinaje no fue más que un mendigo escondido tras un manto de harapos, confundido ante la nueva tierra que descubría y desconocido entre la multitud de cíngaros y campesinos. Una mañana supo a través de una gitana anciana, que el voivoda valaco y uno de sus hijos se hospedaban en una taberna cercana; motivado por la curiosidad, se acercó al lugar en cuestión y se percató con sorpresa de que él guardaba un extraordinario parecido físico con el mencionado hijo. Su perturbada e ingeniosa mente, ideó un plan para usurpar la identidad de aquel hombre con el propósito de alcanzar nuevas cotas en su existencia.

Fue cuestión de tiempo, elemento fundamental que a él no le hacía falta, para ascender a un principado convulsionado y caracterizado por la constante amenaza turca, la cual se convirtió en una importante fuente de alimentación. Resuelto a administrar la justicia de la manera más eficaz posible, inició un período de tranquilidad basado en el terror: amputaba miembros, extraía ojos con ganchos y destruía los genitales de aquellos que practicaran la delincuencia y que osaran robar bienes ajenos. Sin embargo, su método favorito de castigo era el empalamiento, basado en la introducción de una estaca en el cuerpo de la víctima por medio de la boca o del recto. Al Duque le gustaba que las estacas fueran lo más largas posibles, porque de esta manera podía ordenar que las clavaran en el suelo, dejando al afectado colgado para que muriera tras una atroz agonía. Incluso prefería organizar empalamientos masivos de prisioneros turcos, asesinos, ladrones y vagos, disponiendo las estacas en seis o siete círculos concéntricos.

En eso se había convertido el Duque. Era un príncipe cegado por la oscuridad de su alma muerta y consumida. Era una sombra marchita que había olvidado los principios ilustres que antes regían su existencia. Era un enajenado demente que había sucumbido a la maldad de su carga eterna, cuyos actos inhumanos y sanguinarios constituían una anodina y mundana rutina. Era un ser despreciable.

El día anterior había recibido a un comerciante florentino en su castillo, era un hombre corpulento, con manos delicadas, vestido con ropas resplandecientes y con un bigote negro impecablemente cortado. El mercader denunciaba que unos ladrones le habían asaltado cuando llegaba a Valaquia; con un miedo angustiante narró cómo los rateros le golpeaban antes de huir en dirección a los Montes Cárpatos. El Duque escuchó con atención el relato de aquel sujeto, evaluando las diferentes posibilidades que podía adoptar y pensando en cuál de ellas le daría una mayor satisfacción. Tras un tiempo de meditación, le ordenó al comerciante que regresara a la mañana siguiente.

Dicha mañana fue muy agitada. Dos miembros de la guardia personal del Duque, le mostraron a los tres ladrones que habían ejecutado el robo; se trataba de tres gitanos pobres y andrajosos que se habían apropiado de una bolsa repleta de monedas de oro. Además de apresarlos, también habían arrestado a todos los miembros de sus familias: padres, hermanos, esposas e hijos quienes, aterrados y quejumbrosos, lloraban ante el terrible destino que temían recibir. Imploraron misericordia, pidieron piedad e indulto, pero el corazón negro del Duque, príncipe de Valaquia por hurto de identidad, ya tenía un veredicto decidido: el empalamiento. Veintitrés estacas fueron utilizadas para sancionar y torturar a los tres culpables y a sus familias.

El comerciante llegó a la hora fijada con excesiva puntualidad, advertido por las barbaridades que cometía el supuesto príncipe. Sintió una avalancha de pánico, espanto y repulsión cuando observó las estacas verticales y los cuerpos incrustados en sus extremos; además, la pena y la culpa le invadieron al reconocer en las estacas más altas a los ladrones que le habían robado y golpeado. No quería que sufrieran daño alguno puesto que, desde su punto de vista, sólo quería recuperar su dinero. Fue presentado ante el príncipe con mucha parsimonia, quien sentado en su trono ancho y elegante le hizo una pregunta sagaz y directa:

-¿Son ellos quienes han robado tus monedas de oro?-.

El mercader sólo pudo asentir con expresión atónita y temerosa.

-Esta es la bolsa que te han sustraído- Dijo el Duque mientras un criado le extendía el elemento de la discordia al mercante –Te ordeno que cuentes las monedas y revises si faltan algunas-.

El hombre de negocios obedeció en silencio, extrayendo todas las monedas de la bolsa y contándolas mentalmente. Cuando terminó semejante tarea, su miedo se acrecentó debido a que había una moneda adicional, de acuerdo a lo que realmente sabía que tenía. Pensó que se había equivocado al contar, pero no quería verificar nuevamente la cantidad puesto que el príncipe podría sospechar algo; tampoco quería omitir tal detalle, ya que pensaba que debía ser absolutamente sincero con ese regente trastornado.

-Sobra una…- Murmuró débilmente al tiempo que alzaba la moneda en cuestión.

El Duque sonrío maliciosamente.

-Has sido honesto y honrado. Si hubieras intentado quedártela, habrías acabado en la estaca más alta, junto con los ladrones que te han robado-.

Jamás se volvió a ver al comerciante florentino en aquella región montañosa, verde y pintoresca. El Duque, por su parte, continuó forjando un reinado cruento y temible que le llevó a ganarse el sobrenombre de “empalador”, mote que desembocó en una leyenda malsana que tristemente perduró en el tiempo.