domingo, 25 de octubre de 2009

Oper. Capítulo V.

Diario digital de Schrödinger. El Vértice. 18 de Junio de 2052.

Hoy a mediodía he tenido algo de acción. Un niñato en una moto eléctrica veloz le arrebató el bolso a una señora regordeta de baja estatura. Desde la cima de un edificio pude observar cómo el miserable ladronzuelo conseguía su injusto premio y arrancaba su moto tras una sonora carcajada. Como siempre, ningún transeúnte intervino, nadie quiso ayudar a la dama en aprietos, salvo un policía insignificante que trató de detener al motorista tras un infructuoso aviso para que se detuviera, pero el delincuente ya estaba fuera de su alcance.

Comencé a saltar de azotea en azotea, hasta llegar a una intersección en la cual el estúpido adolescente había usurpado la acera para acortar camino. En su insensata maniobra, casi atropella a un inocente anciano que caminaba muy despacio con la ayuda de un antiguo bastón de madera, quien permaneció tendido en el suelo de hormigón con semblante asustado y cargado de miedo. Empleando las escaleras de emergencia de una edificación con quizás más de sesenta años de construcción, alcancé una altura sobre la calle de aproximadamente tres metros, para inmediatamente después saltar a la cornisa e iniciar una persecución paralela al maleante.

Fue en ese justo momento en que el chico me vio de reojo y, tal como lo esperaba, se sintió aterrorizado, repitiendo un movimiento brusco similar al de la intersección anterior, que le llevó a ocupar por instantes el carril contrario. Ajusté la potencia de los dieciocho servomotores acoplados en mis piernas y me impulsé desde la cornisa, calculando la distancia necesaria para llevar a cabo mi propósito. El salto hizo que volara, literalmente hablando, hacia donde se encontraba el ladrón de poca monta; realicé una voltereta y giré sobre mi propio centro de gravedad, para seguidamente incrustar mi bota izquierda a la altura de su cuello. Sonreí levemente al escuchar una sutil rotura de una de las vértebras de su columna vertebral, concretamente en la región cervical, aunque también podría haber sido en la zona superior de la región dorsal.

Caí sobre mis pies y pude apreciar con claridad el fruto de mi obra: el adolescente se contorsionó en un ángulo extraño, perdió el control de su motocicleta y se desmoronó en el negro asfalto, antes de que su vehículo de dos ruedas hiciera una pirueta poco común y cayera sobre su espalda. Tendido en el medio de la avenida y gritando desesperadamente por el dolor, el joven ratero tuvo suerte de no ser arrollado por un enorme tráiler solar que transportaba una cisterna con residuos tóxicos; para su suerte, el chófer del enorme camión pudo frenar a tiempo.

Volví a sonreír antes de comenzar a acercarme.

-Eres una sabandija humana, un ruin desecho de esta consumida y maliciosa civilización- Dije, con la voz sintetizada y siniestra que me gustaba emplear con los maleantes de tal calaña, luego de detenerme a menos de medio metro de su humanidad –Eres un ser irrecuperable, una manzana podrida que no merece otra cosa que la sentencia a una condena eterna. Me aseguraré, maldito rufián, que no vuelvas a caminar jamás en tu insípida vida-.

Sin previo aviso y empleando ambas manos, le destrocé las rodillas con un golpe a dos tiempos. Pude sentir cómo las tibias, el fémur y los meniscos se pulverizaron tras el impacto, que además produjo grietas en el asfalto de esa avenida. Decididamente esa estúpida escoria nunca volvería a caminar, ni siquiera con la ayuda de implantes biomecánicos, los cuales resultan completamente inútiles en la restauración de la columna vertebral. Recuperé el bolso de la desafortunada señora, ignorando la docena de curiosos que se agolpaban alrededor del ya inconsciente ratero, así como también las sirenas de policía que se acercaban en la distancia. Volviendo sobre mis pasos, pude localizar a la dama afectada quien en ese momento estaba siendo atendida por un par de agentes. Se le veía nerviosa y, con expresión atónita y sin decir una sola palabra, recibió de mis manos su bolso. No lo agradeció ni tampoco hacía falta, sólo su seguridad era, para mi, una muestra suficiente de agradecimiento.

-A setecientos metros de aquí, en la calle Sunset, se encuentra el delincuente. Asegúrense de que pase un buen tiempo en prisión- Le advertí a los dos policías antes de correr hacia una estrecha vereda y perderme entre los edificios y residencias de los barrios bajos.

Dejé que las horas pasaran sin pena ni gloria hasta que la noche cayó sin ninguna otra novedad. Como siempre, las luces brillantes de mercurio y neón opacaban el hermoso brillo del manto de estrellas que cubría el cielo nocturno; realmente la sociedad se comportaba de forma estúpida con el paso de los años. No importaba la época, el siglo o el año, en todo momento la humanidad presentaba actitudes que solamente conllevaban a su propia destrucción y a ignorar las cosas importantes de la vida. Hiroshima, Nagasaki, Cracovia, eran tan sólo unas muestras relativamente recientes de semejante estado de irracionalidad, que producía una consecuente cadena de acciones violentas y horribles, como la guerra del año 2029, que fue tan breve como sangrienta, y cuyas secuelas aún se viven hoy en día.

El caso de Manmohan Patil se había estancado de una forma que me disgustaba. Los servicios forenses del departamento de policía apenas habían podido identificar el cadáver e iniciar una averiguación que seguramente no llegaría a buen término, así que debía moverme con presteza si quería tener una mínima idea de quién era exactamente ese hombre y qué se disponía a hacer en esta mugrienta urbe. Por lo que pude leer en los medios de comunicación, sé que se trataba de un ciudadano londinense y de un destacado ejecutivo de la Corporación Ikari, sin embargo no es información suficiente. Ese individuo no fue asesinado por un simple robo, el rastro de la transferencia bancaria desde Buenos Aires conducía a un punto muerto, debido a que alguien se había tomado la molestia de anular la cuenta luego de la transacción sin dejar ningún rastro. Ello me permitía confirmar dos cosas: primero, el ordenante y mente maestra de semejante homicidio debía tratarse de alguien poderoso e influyente; dos, el origen argentino no era más que una tapadera, una descarada y hábil cortina de humo que conducía a ninguna parte.

Decidí acercarme a Angelo’s, cuna y refugio del Don Enrico Maroni, quien muy probablemente se encontraría disfrutando de un plato de rigatoni con pesto de cilantro, con la compañía de una voluptuosa prostituta de 1000 dólares la hora y su séquito de toscos guardaespaldas sicilianos. El restaurante era elegante y ostentoso, digno de la insubstancial, frívola e insulsa jet set millonaria de El Vértice; desde sus ventanales amplios se podía apreciar toda la decadencia de la ciudad, los luminosos y estrambóticos avisos de la Sony–Toshiba, de la Coca Cola, del grupo Bankinter–ING y de la Philip Morris. No obstante, lo más llamativo de aquel nido de ratas con trajes caros era la cúpula de cristal ataviada con un vitral del dios Júpiter cortejando a la diosa Juno. La cúpula en cuestión había sido elaborada por orden del Don de la mafia, con una financiación seguramente sustentada por sus actividades comerciales ilícitas relacionadas con la droga artificial, que sus desalmados distribuían en diversas discotecas y antros de sexo y alcohol.

Escalé los cuarenta pisos del lujoso Hotel Agrigento con la ayuda de mis garras hasta llegar a la cima, donde se encontraba el restaurante junto con una piscina enorme de veinticinco metros de longitud. Tal como lo sospechaba, tres matones armados con pistolas automáticas Beretta custodiaban la entrada, mientras que cada flanco del recinto disponía de una pareja de brutos con igualdad de condiciones. Sigilosamente me acerqué por la sección trasera, mimetizándome con la negrura de la noche, aprovechando la oscuridad reinante y el descuido de dos guardias cuando se disponían a encender un cigarrillo. No tardé en alcanzar la cúpula y analizar la situación que se desarrollaba en el restaurante: todas las mesas estaban ocupadas con directivos de grandes empresas, políticos y actores; un escenario en el que el Don acaparaba toda la atención mientras cenaba en la mesa ubicada justo debajo de la cúpula.

Antes de que el Don pudiera pedir al mesero un coviglie al chocolate o un maritozzi, rompí el vitral que exaltaba la mitología romana y salté al interior del restaurante provocando un estado de pánico generalizado en los comensales adinerados. Algunos se levantaron abruptamente y corrieron hacia la salida, otros se quedaron paralizados por le miedo y el resto se refugió bajo las mesas para evitar la lluvia de cristales que caían desde la ya destrozada cúpula. Me planté cerca de la ubicación del mafioso italiano, quien había sido cubierto por dos de sus guardaespaldas; lamentablemente la prostituta de turno que le acompañaba no había tenido tanta suerte: un trozo triangular del vitral se le había encajado en su ojo izquierdo, y su cuerpo inerte yacía a mis pies en un charco de sangre y vidrio de diferentes colores.

Transcurrieron treinta segundos para verme rodeado por un ejército de matones vestidos de traje que me apuntaban sin piedad y sin ambigüedades con sus armas de fuego. Mucho más tiempo de lo que yo esperaba.

-Quince contra uno… No está mal, Enrico- Dije mientras daba un par de pasos en dirección al Don –Pero ya deberías saber que no es suficiente para detenerme-.

Los dos guardaespaldas se levantaron y ayudaron a incorporarse al líder italiano. Como marcaba la costumbre estaba impecable con un traje anticuado de pingüino, una pajarita negra, una rosa roja en el bolsillo exterior de su chaqueta, su puro costoso, su bigote perfectamente afeitado, y la guía de su pareja de bravucones Vincenzo y Giacomo. El primero tenía ojos artificiales infrarrojos después de nuestro único encuentro donde le dejé ciego con una buena dosis de ácido clorhídrico, mientras que el segundo era un sujeto de mala reputación, no solo por su estatura, sino también por su prominente dentadura de titanio, a través de la cual se decía que realizaba acciones de canibalismo soez y salvaje.

-Vaya, Schrödinger… No te esperaba tan pronto…- Habló el Don con su característica voz ronca y mansa, luego de echar un vistazo rápido a la mujerzuela muerta –Sobretodo desde aquella vez que destruiste nuestra remesas de droga psicoactiva en los muelles-.

-Lo recuerdo- Repliqué con cierta satisfacción –Aunque creo que tu esbirro Vincenzo los recordará mucho mejor que yo-.

-¡Miserable, hijo de perra! ¡Voy a arreglarte el feo rostro que seguramente escondes detrás de esa máscara!- Gritó el aludido quizás recordando nuestro episodio, y el dolor producido por la irritación y corrosión derivada por el ácido-.

-¡Basta, Vincenzo!- Ordenó el Don –Recuerda que tú eres un soldado con dignidad, un uomini d’onore2… ¡No pierdas esa condición!- Hizo una pausa para detallarme furtivamente mientras se acercaba con su silla de levitación magnética. Ello me hizo recordar que la parálisis de sus extremidades inferiores no le había hecho perder el respeto que disponía –¿A qué has venido, justiciero con disfraz? Dame una buena razón para no ordenar a mis hombres que aprieten el gatillo de sus armas-.

-Manmohan Patil… Quiero saber si le conoces-.

-No me suena para nada ese nombre- Contestó acercándose todavía un poco más, lo suficiente como para conseguir mi boleto de salida.

-Trabajaba para la Corporación Ikari y hace poco fue hallado con la cabeza aplastada a base de martillazos. Tus solados de honor, como les llamas, no son tan torpes en la ejecución de sus fechorías, ellos atienden a otro estilo, disparan en la nuca a sus víctimas luego de ponerlas de rodillas. Sin embargo, tengo motivos para creer que una personalidad influyente está tras este homicidio-.

-¡Mamma mía!- Exclamó el jefe mafioso luego de una sonora carcajada que arrancó risas y produjo un garrafal descuido entre sus guardaespaldas -¡El detective dice que ha sido una persona influyente y viene a verme! ¡Es ridículo! ¡Yo soy algo más que una persona influyente! ¡Soy un Dios muy poderoso! ¡No te olvides!-.

Aproveché el error y el momento de soberbia para hacer un ágil movimiento que me permitió poner las cuchillas de mis garras en el cuello flácido del italiano, aumentando la tensión en el grupo de asesinos quienes habían bajado la guardia por unos segundos. Sus pistolas, amenazadoras y relucientes, volvieron a apuntarme aunque esta vez con un poco más de perturbación y agitación. En ese momento me pregunté quién se atrevería a dirigir la Cosa Nostra asentada en El Vértice si Enrico Maroni muriese.

-Y tú no te olvides de que ahora tengo tu vida en mi poder- Le recordé usando una voz aún más áspera con el sintetizador de mi garganta –Te diré lo que vamos a hacer, canaglia3… Te voy a dejar vivir por esta vez si tan sólo me prometes que vas a venir conmigo ahora para hacerme un pequeño favor ¿Hai capito?4-.

Enrico sólo pudo asentir lentamente mientras sudaba descontroladamente y movía la manzana de Adán muy cerca de las cuchillas. Vincenzo y Giacomo permanecían impasibles e impotentes al igual que sus secuaces, quienes no tuvieron otra opción que abandonar sus armas y dejar que me marchara con su jefe hacia un destino desconocido.



Han pasado dos horas desde que dejé a un aterrorizado Enrico Maroni en un hospital del este, sobre una camilla en la sala de emergencias atiborrada de enfermos, leprosos y heridos. Posiblemente sus hombres ya habrían recibido el aviso que les envíe sobre la ubicación del Don, quizás ya estuvieran atravesando en diagonal toda la ciudad en sus coches Ferrari color negro, ávidos de venganza y con un arsenal de ametralladoras y pistolas que resultarían inservibles si el Don quería seguir viviendo.

Porque, acariciando el pequeño control remoto con un único botón rojo, recordé con orgullo que, tal como lo había dicho en el restaurante, tenía su vida en mi poder.

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