miércoles, 23 de septiembre de 2009

Oper. Capítulo II.

Diario digital de Schrödinger. El Vértice. 14 de Junio de 2052.

Esta ciudad maldita apesta. Pocas cosas de ella pueden sorprenderme ya. Esta mañana he encontrado a un hombre muerto. Por el color canela de su tez, supuse en un principio que se trataba de algún asiático procedente de Neo Delhi, aunque bien podría ser americano o incluso europeo. Lo cierto es que no puedo saberlo. Su cabeza había sido aplastada con un martillo enorme. En mi opinión debió haber recibido entre seis y ocho golpes, quizás diez siendo estrictos. A juzgar por su ostentoso traje, debo partir de la hipótesis de podría tratarse de algún hombre de negocios, o quizás de algún mafioso local ¿Enrico Maroni? No. No creo que los hilos del Don italiano estén tras ese asesinato. Sus esbirros siempre son sutiles, cándidos y muy discretos a la hora de cometer un homicidio. Los Yakuza tampoco son una posibilidad. Actualmente se encuentran muy debilitados en su particular guerra con la red de Jacqueline Wu. Los bastardos japoneses no han podido resurgir de sus cenizas y su amplio poderío ha mermado, lo suficiente como para que su líder haya decidido cometer el medieval rito del Harakiri en un acto de desesperación.

Jacqueline Wu. La sensual mujer china de ojos color jade ¿Tendría ella algo que ver con ese hombre? Su identificación holográfica anunciaba que el infeliz, ahora un fiambre más en el crematorio de esta putrefacta urbe, se llamaba Manmohan Patil. Su pasaporte electrónico delataba que había pasado menos de diecinueve horas en El Vértice, antes de su asesinato. No tenía armas, ni siquiera tenía algún implante cibernético. Era completamente humano. Algo nada extraño, si se tiene en cuenta que el 40% de la población mundial tiene, como mínimo, un dispositivo neural en su cerebro. Por ende, Manmohan Patil pertenecía a ese 60% de personas anticuadas que han decidido no mutilar su cuerpo, y perder un poco de su humanidad con algún implemento tecnológico adicional.

Decidí entrar en un restaurante del Barrio Chino. Uno que se hacía llamar “El Rincón de Wang” y que, según su versión parcializada, cocinaba el mejor Chop Suey de El Vértice. Tras propinarle una patada, entré por la puerta principal. Todo el podrido lugar estaba lleno de solitarios amarillos que, como marcaba la costumbre, comían gatos callejeros aderezados con quién sabe qué porquerías. Un grandullón que medía más de dos metros gracias a sus piernas robóticas, intentó detenerme con sus manos sintéticas de poliuretano endurecido. Detuve sus intenciones con un golpe directo en su estómago. Para cuando se arrodilló, encajé los nudillos de mi mano derecha en su nariz. Debí haberle roto el tabique nasal, porque la cantidad de sangre que expulsó el matón fue considerable, y sus dificultades para respirar se hicieron notar con repetidos procesos de exhalación y aspiración. Castigué su ingle con un puntapié, tomé fuertemente su muñeca izquierda y anuncié sin prisas:

-Voy a destrozarle la mano a este caballero de inmediato si nadie me dice nada sobre la muerte de un tal Manmohan Patil ¿Alguien le conocía?-.

Silencio. Los amarillos se miraban entre sí con aire desafiante. Me encanta cuando la gente mala actúa como gente mala. Eso hace florecer lo mejor de mi. Eso me fortalece. Me llena de inspiración y hace que saboree prematuramente el miedo de aquellos pecadores que infringen y lesionan con corrupción a esta ciudad. El grandullón trataba de contener con su mano disponible la sangre que manaba libremente de su nariz. Debía esperar que sus compinches le sacaran del aprieto en que se había metido, sin embargo antes de que se diera cuenta le arranqué la mano con un movimiento preciso, rápido y fulminante. Una mezcla de sangre con amoníaco de refrigeración brotó de la herida recién hecha, al tiempo que el grandullón se desplomaba en el sucio suelo con un fuerte grito de dolor. Sostuve la mano sintética entre mis garras inmaculadas, la aventé contra el piso y la pisé con fuerza, haciéndola añicos en el proceso.

-Manmohan Patil ¿Quién era? ¿Por qué lo mataron?- Pregunté despacio, haciendo énfasis en el nombre del difunto-.

-Oye, Schrödinger, ninguno de los que estamos aquí sabemos de qué nos hablas…- Intentó decir un hombre anciano, quien supuse que sería el dueño del establecimiento y el cocinero del mejor Chop Suey de El Vértice.

En una mesa cercana, dos hombres de baja estatura miraron torvamente al anciano. Uno de ellos deslizó su mano derecha hacia sus pantalones, en ese instante percibí que los latidos de su corazón comenzaban a acelerarse. Su compañero alternó furtivas ojeadas entre mi presencia y el anciano, mostrando signos de nerviosismo. Era evidente que había llegado a un punto de consenso, a un resultado concreto que provocó que mi sistema neural suministrara las dosis de adrenalina necesarias para llevar a cabo mi tarea de limpieza. Ahora solamente necesitaba una excusa, un motivo para obtener lo que quería y deseaba obtener.

-Es obvio que no estoy hablando con claridad. Creo que debo expresarme con otros medios más explícitos- Hice una pausa para extraer una pequeña bomba fragmentaria de mi negra gabardina, la cual mostré ante el asombro y consternación de los comensales.

Introduje el artefacto explosivo en la boca del grandullón y cerré mi garra derecha sobre su cuello. En ese momento el primer amarillo de la mesa cercana hizo el movimiento que estaba esperando. Desenfundó una pistola láser Guizhou de repetición y disparó en mi dirección, cuestión que me llevó a usar el matón de enormes proporciones como escudo improvisado. Su musculado torso recibió el impacto directamente en el centro, provocándole la muerte instantánea y ocasionando un desagradable olor a carne quemada. El segundo amarillo saltó de su silla y atravesó sin contemplaciones el cristal del restaurante. Recuperé la bomba fragmentaria, oprimí el botón de activación y la lancé hacia el primer agresor, quien solo tuvo tiempo a refugiarse bajo la mesa. La consecuente explosión descuartizó al primer amarillo en diferentes partes, quedando solamente un amasijo de acero fundido, humeante plástico, infinitos segmentos de microcables y una cabeza deforme con ojos muertos.

La conclusión fue en un principio evidente para mi: Jacqueline Wu estaba tras la muerte de Manmohan Patil. Guardé la cabeza de la inutilizada unidad cibernética bajo mi gabardina y comencé a perseguir al segundo implicado, quien había ganado una importante ventaja en su huida. No obstante sabía que podía alcanzarle porque, a diferencia del primero, este hombre no era un androide barato que se podía comprar en el mercado negro de Osaka o de Los Ángeles. Olvidándome de la conmoción que había causado en el restaurante me centré en mi objetivo, percatándome de que el rastro me conducía irremediablemente hacia el norte. Corrí a través del mercado chino, esquivando los diversos puestos de verduras fermentadas, frutos secos y animales domésticos con fines alimenticios.

No tardé en avistar al segundo amarillo, quien ya sostenía en sus manos un arma de fuego; específicamente una Glock con balas de tungsteno reforzado, capaces de penetrar en el más fuerte y duro blindaje de un tanque acorazado. El asesino disparó en dos ocasiones: en la primera de ellas, la bala impactó en una columna de un antiguo edificio de mampostería, provocando un agujero de grandes proporciones; sin embargo la segunda vez acertó en la cabeza de una anciana que se refugiaba tras una estantería con zanahorias, patatas y raíces de ñame. En ese momento sólo pude ver cómo un manantial de sesos, sangre y carne hacía erupción del cuerpo inerte de aquella inocente dama. Este hecho provocó un enfurecimiento en mi interior, que sólo sería aplacado en el momento en que mis garras arroparan a ese individuo. El asesino hizo una pausa, se detuvo y volvió la mirada, ignorando a la gente que gritaba y corría con desesperación a su alrededor. Debía estar sopesando sus opciones y evaluar cuál de ellas representaba la mejor alternativa para escapar del desastre que había originado. Era un iluso. No se podía escapar del brazo largo de Schrödinger, era imposible no ser juzgado por la implacable justicia de quien tenía el control de esta ciudad. Ese hombre ya estaba sentenciado, su veredicto de culpabilidad ya había sido emitido y yo era juez y jurado en un juicio honesto, eficaz e inapelable.

Vi cómo ingresó en una casa de dos plantas luego de disparar contra la cerradura de la puerta metálica. En cuestión de segundos, una decena de asiáticos corrían despavoridos de su vivienda. Resultaba claro que la estructura era utilizada como una comuna donde seguramente residían varias familias, así que existía la posibilidad de que el matón tomara algún rehén. Avancé sigilosamente hacia la edificación y escalé sus paredes, ganando un tiempo valioso y alcanzando el débil techo en pocos segundos. En la planta superior, escuché gritos de pánico, súplicas de libertad y un disparo que desencadenó en un terrible llanto infantil. Posiblemente alguna criatura indefensa se había quedado sin padre o madre tras ese disparo, posiblemente haya sido una advertencia cuyo estruendo arrancó lágrimas en ese infante, pero sí era seguro que ese sádico moriría antes de un nuevo amanecer.

Mi cuerpo se mimetizó con el entorno, mi silueta se convirtió en un contorno que se confundía con la noche, a partir de ese instante no era más que alguien invisible a la vista de cualquier ojo cibernético. Caminé muy despacio hacia la humeante chimenea, escuchando los sollozos de una mujer, el llanto a vivo pulmón del bebé y la marcha apresurada de mi presa, quien no dejaba de examinar la calle a través de todas las ventanas con su arma poderosa pero inútil. Mis garras se clavaron la hendidura de dos ladrillos de cemento aglutinado, impulsé mis piernas desde el tejado, giré sobre mi mismo y con la fuerza adquirida durante la maniobra destrocé el cristal de la ventana, haciendo que mis botas impactaran en la nuca del descarado homicida, quien se desplomó en el suelo luego de soltar su pistola. El hombre se levantó con dificultad, miró en todas las direcciones posibles sin saber que me encontraba a sus espaldas, desenvainó de su cinturón una pequeña y ridícula navaja y comenzó a asestar golpes aleatorios al aire. Cuando se ubicó frente a mi, cerré mis garras sobre su brazo armado, neutralicé su elemento cortante y comencé a efectuar una presión lo suficientemente necesaria como para suministrarle un dolor lento e incipiente. En ese momento me hice visible nuevamente y disfruté del momento.

-Escúchame bien, miserable escoria humana. Sé que has matado a Manmohan Patil con la ayuda de tu maquinita con patas ¿me entiendes? Así que no lo voy a repetir dos veces, dime quién te ordenó ese asesinato ¿Has sido tú quién le aplastó la cabeza con un martillo?-.

El amarillo gritó de dolor.

-No lo sé… Recibimos un mensaje anónimo desde la Red… Alguien nos dijo que debíamos matar a un traficante londinense… Nos pagó mucho dinero…-.

-Vamos, hombrecito. No juegues conmigo. Sabes que no puedes hacerlo ¿Fue Jacqueline Wu?- Insinué. La garra se cerró aún más sobre el brazo, quien comenzaba a mostrar síntomas que debieron preocupar al matón. La piel alrededor de la herida adoptó una coloración púrpura, mientras que un hilo de sangre manchaba la superficie de mis elementos ejecutores de dolor.

-¡Es la verdad, Schrödinger! ¡Lo juro! Nosotros somos independientes… No tenemos nada que ver con Wu… ¡Créeme! Puedes comprobarlo tú mismo, si lo deseas… Puedes revisar la base de datos de mi memoria adjunta… Verás que hace dos días recibimos una transferencia de un banco de Buenos Aires…-.

-¿Por qué huías, entonces?- Pregunté aumentando la presión. Estaba en el umbral de arrancarle el brazo a ese sujeto, cuyos ojos eran fuente de lágrimas patéticas e inservibles.

-Nos… Nos diste miedo… Se habla mucho de ti en los barrios bajos… Los grupos mafiosos temen encontrarte… ¡Teníamos miedo! ¡Por favor, Schrödinger!... ¡No me mates! ¡No lo hagas! ¡Fue algo estúpido! ¡Lo sé!-.

Sonreí con satisfacción bajo la máscara que cubría mi rostro. Con mi mano libre, desenfundé mi escopeta recortada de fabricación casera, basada en un modelo que ya no se fabricaba en los días actuales. Me había costado encontrar los materiales requeridos para su construcción, ello sin contar las dificultades que tuve para hallar los planos del arma en la Red; por si fuera poco, debo moldear en un torno convencional las balas de latón calibre dieciséis y luego cargarlas yo mismo en un cartucho, usando una prensa hidráulica para asentar los detonadores. El asesino detalló con ojos atónitos el arma; tan asustado estaba que no se dio cuenta de cuándo introduje la boquilla del cañón en su boca.

-Te diré lo que vamos hacer, basura. Voy a revisar tu memoria cerebral interna, independientemente de si estás vivo o muerto. Ello dependerá de la reacción que tengas cuando te corte el brazo: Si no lloras, vivirás; de lo contrario…-.

Las garras de mi mano se cerraron por completo, cercenando la extremidad del asesino a sueldo. Sin cumplir mi palabra, apreté el gatillo, sentí el retroceso de la escopeta y vi cómo lo que quedaba de la cabeza de ese hombre se derrumbaba en el piso de aquella vivienda comunal.



El matón chino tenía razón. Luego de haber convertido su cabeza en una masa amorfa y rosada, pude recuperar su memoria cerebral y compararla con el disco duro de su colega androide. Los dos sujetos habían recibido una transferencia de medio millón de dólares americanos, de parte de un emisor sin identificar, a través de un banco argentino. En la orden de pago, el ordenante había escrito un mensaje conciso y evidente: “MP. 14–J”. Decididamente alguien estaba interesado en que la muerte de ese tal Manmohan Patil fuese el día de hoy. Averigüé en la Red sobre el difunto pero no pude encontrar nada; parecía que ese londinense había surgido de la nada, que no tenía pasado, familia, hijos, padres o hermanos conocidos. El misterio rodeaba la vida de ese turista y yo estoy dispuesto a encontrar respuesta a cada una de las preguntas que invaden mi mente.

Esta ciudad maldita apesta. Apesta a prostitución, corrupción, promiscuidad, putrefacción y odio, síntomas que sumergen en el más puro estado de anarquía a sus habitantes. Cuando los pecadores e impíos se vean superados por dichos síntomas y miren al cielo en busca de una solución salvadora, yo miraré hacia abajo y me negaré. Únicamente me quedaré con aquellos que hayan demostrado ser inocentes.

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