miércoles, 23 de septiembre de 2009

Oper. Capítulo I.

Stirling. Escocia. Septiembre de 1297.

El Duque marchaba siempre orgulloso entre sus tropas. Historiadores de épocas posteriores, afirmarían que el ejército que defendió la integridad escocesa en la Batalla del Puente de Stirling, estaba compuesto por una cantidad de hombres equivalente a la quinta parte de las fuerzas que representaban a la ocupación inglesa. Lo cierto era que el Duque disponía de poco más de mil hombres dispuestos a sacrificar sus vidas por un ideal de libertad y autonomía, por la consecución de su independencia y por el futuro de sus familias, un futuro alejado de la influencia inglesa.

No obstante, el Duque no estaba solo en la empresa que se disponía a ejecutar. Su afilada espada y su infatigable alma contaban con la ayuda del corazón aguerrido de William Wallace, de la correcta prudencia de Andrew Moray, y de la potente valentía de su único hijo. William y Andrew habían llegado desde el sur, acompañados por un notable cuerpo de infantería y de caballería. Tomaron posición en las adyacencias de la Abadía de Cambuskenneth, acampando a orillas del río Forth que cruzaba en diagonal el Castillo de Stirling, fortificación de especial importancia para los intereses escoceses. El Duque y sus aliados habían decidido que conquistar y preservar el puente de Stirling era fundamental, puesto que de esta forma podrían controlar el único enlace que tenía el norte con el sur del país. El grueso del ejército de infantería de William Wallace montó guardia durante ocho días con sus respectivas noches, a la espera de un posible ataque inglés. Los escoceses sabían que se encontraban en la más absoluta inferioridad numérica, por lo que un combate frontal era un auténtico suicidio. La idea era provocar a las fuerzas enemigas y obligarles a cruzar el puente, para que pudiesen encontrar su perdición.

Andrew Moray propuso que los hombres del Duque se asentaran dentro de las inmediaciones del bosque verde y fresco que serpenteaba la envergadura del río. Los arqueros y ballesteros del Duque se encargarían de hacer llover decenas de flechas sobre los ingleses, mientras que los caballeros acorazados y los miembros del cuerpo de infantería atacarían por el flanco lateral, consternando y confundiendo al peligroso enemigo. Al amanecer del noveno día, el Duque y un lugarteniente de William Wallace llamado James Stewart partieron al campamento inglés con un solo propósito: entablar un diálogo con John de Warenne e intentar el cese de las actitudes hostiles. Sin embargo, la respuesta del aristócrata fue una negativa contundente y una burla descarada. A cambio, el militar inglés envió durante la tarde de ese mismo día a dos monjes dominicos con el objetivo de persuadir la rendición de los escoceses. Fue en ese momento cuando William Wallace, deseoso y ávido por el inicio de la batalla, contestó con frialdad y meticulosidad:

-Volved con vuestros amigos y decidles que no hemos venido aquí a hablar. Hemos venido a luchar, determinados a tomar venganza por las atrocidades inglesas cometidas en Dunbar y a liberar a nuestra patria. Decidles que vengan aquí y que nos ataquen, estamos esperando para enfrentarnos a ellos cara a cara-.

Con su mano izquierda aferrada al mango de su Claymore, el Duque observó la reacción de los monjes. En sus rostros se había dibujado la sombra de la preocupación y de la angustia. Poco podían hacer ya para frenar lo inevitable. El Duque regresó a su posición en el espeso bosque, al otro lado del río. Le comunicó a sus leales hombres que la batalla estaba a punto de comenzar, que debían encomendar su espíritu a la Divina Creación, y que cuando todo culminase Escocia sería más libre. La noche llegó envuelta en una tensa calma. Era clara, fresca y estrellada, pero unas nubes de bruma ascendían por las faldas de la loma desde los arroyos y las praderas profundas. Unos abedules de follaje escaso, que la brisa movía allá arriba, eran como una trama negra contra el cielo pálido. El hijo del Duque se acercó a su padre, quien mantenía puesta la mirada en la luminosa hoguera que habían preparado los ingleses para el preludio de la batalla.

-Los ingleses no lo han puesto fácil, hijo- Musitó el Duque con un tono de voz paternal. Tenía miedo. Pero no era un miedo derivado del evidente poderío enemigo. Era un miedo que él no podía explicar ni describir. Era la clase de miedo perenne que se hace palpable sin necesidad de hechos visibles. Era un miedo a algo que él no sabía que existía en aquellos momentos.

-Ese hombre… William Wallace ¿Confiáis en él, padre?- Los ojos verdes del hijo manifestaban un ímpetu descabellado para iniciar el combate –Es de origen humilde y me parece que antepone sus sentimientos al sano juicio-.

-En verdad no os equivocáis cuando insinuáis que atiende a sus sentimientos con pasión- El Duque hizo una pausa para esbozar una sonrisa –Pero, tal como habéis dicho, es un hombre humilde y, en consecuencia, reconoce con sensatez el valor de la libertad. Así que debo responder afirmativamente a vuestra pregunta, hijo mío-.

La mirada que intercambiaron en ese momento estaba cargada de emotividad. Era una mirada que trascendía más allá de la mera relación que puede existir entre un padre y su hijo. Era la clase de mirada que se da entre dos hermanos de sangre, entre dos personas que han jurado amistad eterna, entre dos personas que ignoraban que en esos momentos unos ojos escrutadores y silenciosos les vigilaban de cerca.

Unos ojos de color rojo carmesí.

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