lunes, 5 de diciembre de 2022

Azul frío

 El invierno del lejano año 2019 se caracterizó por sus extraños días cálidos. La mañana del 3 de Febrero me disponía a acudir raudo a mi trabajo cuando me percaté de que las ruedas de mi bicicleta estaban desinfladas.

Como ya era tarde, decidí ir en coche, más sin embargo encontré una navaja clavada en la rueda delantera derecha. Asustado, decidí llamar a la policía inmediatamente para denunciar tal sabotaje. En mi auxilio, acudieron dos funcionarios de la ley y el orden. Uno joven, con aspecto pulcro y monótono. El otro era un caballero de elevada estatura y con canas en el cabello. Inspeccionaron la zona, el coche y los alrededores. Levantaron un parte. Preguntaron si alguien me había amenazado recientemente. Negué con la cabeza. Era la primera vez que me pasaba un acto tan brutal.

Ese día no fui a trabajar y, angustiado, me recluí en casa. El retrato de mi difunta esposa reinaba en la sala. Antonia, se llamaba. Antonia, era su nombre. Antonia, había fallecido en un infeliz accidente. Me serví una copa de whisky y me dediqué a mirar por la ventana. No me di cuenta del gato siamés que me contemplaba desde fuera al tiempo que agitaba su cola con súbita inquietud.

La lluvia apareció y sacudía el cristal. Los ojos azules del animal coincidieron con los míos. Estaba mojado, pero, salvo su cola, permanecía imperturbable. Ese color azul era exactamente igual a las cuencas oculares de Antonia.

Era el verano de 2018. Antonia me reñía como marcaba la costumbre. No recordaba el motivo, pero quizás era por cualquier tontería. Quería que parase de gritar. Estaba cansado. El cuchillo de cocina era tan brillante y afilado.

-¡Antonia!- Grité en la soledad de la estancia, mientras soltaba la copa vacía y se hacía añicos en el suelo.

No supe cuándo entró el gato a mi casa. Se subió a mi regazo con elegancia y me empapó los pantalones. Ronroneó y agitó las orejas. Miré el cuadro por enésima vez.

Me encaminé a la bañera y la llené con agua caliente. Me relajé y observé la hojilla de afeitar. En cuestión de instantes, sendas líneas rojas se dibujaron en las venas de mis muñecas. Agua mezclada con sangre AB-. Los ojos felinos me volvieron a penetrar en el fondo de mi corazón.

Una mano gélida se posó sobre mi hombro y una voz cascada gimió temblorosa: -Amor mío...-.

Dos días después desperté en el hospital. Un vecino me encontró en mi piso tras escuchar gritos agónicos. Afortunadamente, o quizás desafortunadamente, tenía una copia de la llave. Me hicieron varias analíticas, revisaron mi historial clínico y me remitieron con un psiquiatra. Un agradable hombre de aspecto risueño, pero con unos ojos azules tan gélidos como los de Antonia y los de ese gato siamés que decidió instalarse en mi habitación.

Vivo en el recuerdo de una pesadilla que nunca acaba. Un recuerdo celeste como el cielo. Una pesadilla que no me deja conciliar el sueño. Una pesadilla con nombre: Antonia.

 

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