domingo, 28 de julio de 2019

Éxodo: Capítulo I.1


Parte I
Los grisáceos

Capítulo I.1

El doctor Marcus Richardson abrió con súbita agitación el estuche de tela blanca con el simpático e inmortal rostro de Hello Kitty, regalo de su sobrina por su quincuagésimo cumpleaños. El diclofenaco sódico no podía faltar en su amplia colección de medicamentos. La prótesis biomecánica, que ahora sustituía la totalidad de su brazo izquierdo, le provocaba una severa inflamación y un estallido de dolor. Con su mano humana e impoluta desde su nacimiento, buscó una cápsula amarilla ayudado por la agudeza de sus nuevos ojos artificiales. El microprocesador instalado en su cerebelo operaba a gran rapidez, al tiempo que emitía órdenes concretas a los cinco dedos mecánicos para hallar semejante pastilla.

No tardó en hallarla, aunque su suerte no era la más idónea. Era la última cápsula que le quedaba y debía comprar más. Muchas más, si se tenía en consideración que el dolor era cada vez más persistente y agudo ¿Acaso existía la posibilidad de que su cuerpo rechazara la prótesis? No lo sabía, pero el breve asomo de dicho escenario le preocupó.

Como Ingeniero Mecánico con especialización en Biomecánica y doctorado en Nanotecnología, sabía de sobra que un organismo pluricelular podía ser mutuamente excluyente de cualquier implante innatural. La experimentación realizada con animales, principalmente con monos y otros tipos de primates, le había llevado a conclusiones sorprendentes. En una ocasión, le amputó las patas a un orangután tullido, tan solo para sustituir las extremidades extraídas por una pareja de prótesis de acero y poliuretano de baja densidad, activadas por motores paso a paso.

El orangután murió a los dos días de la intervención quirúrgica. Pero eso ocurrió hace más de veinte años y desde entonces, sus investigaciones habían mejorado notablemente dejando frutos tan importantes como los primeros implantes en soldados mutilados por minas terrestres durante la última guerra. Muchos de ellos prosiguieron con una vida normal, y sólo unos pocos (quizás el 5% de toda la población analizada) requirieron de una segunda operación para corregir algún probable rechazo. 
Ahora, su producto patentado ejecutaba con impecable precisión las tareas de su extinto brazo izquierdo, perdido tras un terrible accidente automovilístico. Mientras la medicina aliviaba su padecimiento, recordó con ironía que esa fue la prueba definitiva para demostrar la bondad de las prótesis biomecánicas. El genio inventor que finalmente pudo armonizar las terminaciones nerviosas con mecanismos artificiales, se sometía al mayor de sus retos.

Los dos primeros años fueron curiosos e interesantes. Su brazo izquierdo le permitía desempeñar funciones que anteriormente le eran impensables ¿Necesita cambiar un neumático, Sra. Michelson? ¡No se preocupe! Con mi nueva extremidad biónica puedo levantar su coche eléctrico y realizar el cambio fácilmente. Había tantas experiencias, tantos detalles…

Llenó un vaso de papel con whisky escocés, un líquido bastante raro debido a la desaparición de casi todas las destiladoras clásicas que lo fabricaban. Simplemente, el proceso actual conllevaba una producción basada en químicos, edulcorantes y propanol. El método antiguo tenía un coste muy elevado, pero seguía siendo el origen del mejor alcohol. Marcus odiaba el vodka sintético que vendían los pregoneros del mercado negro, su sabor era insípido y tosco, además resultaba ser una bebida peligrosa. Según pudo saber, esa clase de vodka era en realidad una versión muy barata del alcohol isopropílico, cuyo consumo ocasionaba a la larga una ceguera permanente.  

El whisky golpeó su pecho con énfasis y, sin previo aviso, el dolor que tenía amainó. No sabía si era por el medicamento, por el brebaje o por la excitación de una amarga espera. En menos de cinco minutos tenía una reunión con el General Bill Faraday, un obtuso militar del Servicio de Inteligencia Mundial, capaz de estrechar la mano derecha con firmeza mientras encajaba con la izquierda un puñal en el corazón de su víctima. Les detestaba pero les necesitaba. Eran su medio de financiación más seguro y eficaz, por tanto tenía que sonreír amistosamente cuando hacía la seña con el dedo del medio a sus espaldas.

Guardó la minúscula botella de whisky en el estuche.

Era el día de la demostración. No podía fallar. Más bien, no debía fracasar.
El Servicio de Inteligencia Mundial, organismo creado a raíz de la disolución de la extinta ONU y la abrupta conclusión de la última guerra, pagaba la totalidad de las investigaciones que realizaba tanto Richardson como sus colegas científicos y, si los resultados no acompañaban, entonces ellos resolvían el asunto mediante un despido no improcedente pero justificado. El método de despido podía ser diverso pero el fin era idéntico, un automóvil que se quedaba sin frenos y se estrellaba en un despeñadero, un escape de gas que terminaba con una lamentable explosión, una soga en el cuello atada a una viga como consecuencia de una depresión…

Marcus desechó esa idea.  

-Richardson- Dijo un hombre enjuto y de ojos rasgados, con tono burlesco.

-Iwata- Replicó el ingeniero, dándole cero importancia.

Hiroshi Iwata se sentó en un extremo de la mesa metálica y alzó una ceja cuando vio el rostro redondo de una gata reflejado en el estuche de tela blanca. El físico teórico, oriundo de la devastada y postnuclear Kioto, consideraba al ingeniero como una nimiedad, así que se limitó a fingir interés en un artículo repleto de ecuaciones que empezaban en una página y culminaban en la siguiente. La presencia de ese hombre le hizo volver la mirada discretamente hacia una estructura oculta en una esquina tras una manta plateada. En realidad fue más que discretamente. El detalle fue despectivo y estuvo cargado de soberbia.

Marcus tenía el segundo turno en una tanda de dos exposiciones. La ventaja de estar en esa posición, residía en el hecho de que podía estar en guardia ante cualquier probable error. Hiroshi aparentaba tranquilidad pero ocultaba ansiedad. El asiático enchufó un delgado tubo plástico en un conector situado detrás de la oreja, para someterse a una sesión de violenta lectura. El extremo opuesto del tubo alojaba un depósito lleno de dextroanfetamina que era bombeada a un ritmo pulsante. A causa de la droga insuflada en el cerebro, los ojos del físico parpadeaban a infinita velocidad al tiempo que pasaba vertiginosamente las hojas del artículo.  

El ritual acabó cuando dos sujetos musculosos y ciclópeos, ataviados con uniforme verde olivo y con pesadas piernas mecánicas, ingresaron al salón. Tras un concienzudo y prolongado escrutinio (que incluyó un vistazo por debajo de la mesa), hizo acto de presencia un tercer sujeto de calva brillante, parche en el ojo derecho, tez pálida y traje caro. El General Bill Faraday gruñó a modo de saludo y se derrumbó en un incómodo asiento que crujió bajo su peso.

-Caballeros, mi tiempo es limitado y tengo prioridades de seguridad internacional que debo atender- Se quejó el militar con voz áspera y seca.

-General Faraday, le aseguro que no está perdiendo el tiempo- Se apresuró a decir el físico teórico, empleando un tono adulador y estúpido. 

-Usted primero, Iwata- Fue la amable y escueta respuesta que logró pronunciar Faraday. 

-Muchas gracias, General- Hiroshi se secó el sudor de su frente, notando aún el éxtasis del estimulante –Como sabrá, en los últimos tres años mi equipo y yo hemos trabajado arduamente en el objetivo propuesto…-.

-¿Han construido la máquina?- Preguntó el individuo, encendiendo un negro habano y enseñando unos dientes de acero inoxidable.

-En efecto, General-.

Iwata se dirigió hacia la estructura, retiró con torpeza el manto plateado y dejó en evidencia un dispositivo desproporcionado, aberrante y dantesco. El aparato en cuestión constaba de una plataforma circular al lado de la cual permanecía fijo un púlpito de aluminio mal soldado. La plataforma hallábase rodeada por una mampara de plexiglás y, en su punto más alto, alguien con pésimo gusto decidió colocar un estanque para almacenar un fluido rosado y viscoso.

-General, he aquí la primera máquina del tiempo- Anunció triunfante el japonés.  

El semblante de Bill Faraday no cambió en ningún momento.

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