Parte
I
Los
grisáceos
Capítulo I.1
El doctor Marcus Richardson abrió con
súbita agitación el estuche de tela blanca con el simpático e inmortal rostro
de Hello Kitty, regalo de su sobrina por su quincuagésimo cumpleaños. El
diclofenaco sódico no podía faltar en su amplia colección de medicamentos. La
prótesis biomecánica, que ahora sustituía la totalidad de su brazo izquierdo,
le provocaba una severa inflamación y un estallido de dolor. Con su mano humana
e impoluta desde su nacimiento, buscó una cápsula amarilla ayudado por la
agudeza de sus nuevos ojos artificiales. El microprocesador instalado en su
cerebelo operaba a gran rapidez, al tiempo que emitía órdenes concretas a los
cinco dedos mecánicos para hallar semejante pastilla.
No tardó en hallarla, aunque su suerte no
era la más idónea. Era la última cápsula que le quedaba y debía comprar más.
Muchas más, si se tenía en consideración que el dolor era cada vez más
persistente y agudo ¿Acaso existía la posibilidad de que su cuerpo rechazara la
prótesis? No lo sabía, pero el breve asomo de dicho escenario le preocupó.
Como Ingeniero Mecánico con
especialización en Biomecánica y doctorado en Nanotecnología, sabía de sobra
que un organismo pluricelular podía ser mutuamente excluyente de cualquier
implante innatural. La experimentación realizada con animales, principalmente
con monos y otros tipos de primates, le había llevado a conclusiones
sorprendentes. En una ocasión, le amputó las patas a un orangután tullido, tan
solo para sustituir las extremidades extraídas por una pareja de prótesis de
acero y poliuretano de baja densidad, activadas por motores paso a paso.
El orangután murió a los dos días de la
intervención quirúrgica. Pero eso ocurrió hace más de veinte años y desde
entonces, sus investigaciones habían mejorado notablemente dejando frutos tan
importantes como los primeros implantes en soldados mutilados por minas
terrestres durante la última guerra. Muchos de ellos prosiguieron con una vida
normal, y sólo unos pocos (quizás el 5% de toda la población analizada)
requirieron de una segunda operación para corregir algún probable rechazo.
Ahora, su producto patentado ejecutaba con
impecable precisión las tareas de su extinto brazo izquierdo, perdido tras un
terrible accidente automovilístico. Mientras la medicina aliviaba su
padecimiento, recordó con ironía que esa fue la prueba definitiva para
demostrar la bondad de las prótesis biomecánicas. El genio inventor que
finalmente pudo armonizar las terminaciones nerviosas con mecanismos
artificiales, se sometía al mayor de sus retos.
Los dos primeros años fueron curiosos e
interesantes. Su brazo izquierdo le permitía desempeñar funciones que
anteriormente le eran impensables ¿Necesita cambiar un neumático, Sra.
Michelson? ¡No se preocupe! Con mi nueva extremidad biónica puedo levantar su
coche eléctrico y realizar el cambio fácilmente. Había tantas experiencias, tantos
detalles…
Llenó un vaso de papel con whisky escocés,
un líquido bastante raro debido a la desaparición de casi todas las
destiladoras clásicas que lo fabricaban. Simplemente, el proceso actual
conllevaba una producción basada en químicos, edulcorantes y propanol. El
método antiguo tenía un coste muy elevado, pero seguía siendo el origen del
mejor alcohol. Marcus odiaba el vodka sintético que vendían los pregoneros del
mercado negro, su sabor era insípido y tosco, además resultaba ser una bebida
peligrosa. Según pudo saber, esa clase de vodka era en realidad una versión muy
barata del alcohol isopropílico, cuyo consumo ocasionaba a la larga una ceguera
permanente.
El whisky golpeó su pecho con énfasis y,
sin previo aviso, el dolor que tenía amainó. No sabía si era por el
medicamento, por el brebaje o por la excitación de una amarga espera. En menos
de cinco minutos tenía una reunión con el General Bill Faraday, un obtuso militar
del Servicio de Inteligencia Mundial, capaz de estrechar la mano derecha con
firmeza mientras encajaba con la izquierda un puñal en el corazón de su
víctima. Les detestaba pero les necesitaba. Eran su medio de financiación más
seguro y eficaz, por tanto tenía que sonreír amistosamente cuando hacía la seña
con el dedo del medio a sus espaldas.
Guardó la minúscula botella de whisky en
el estuche.
Era el día de la demostración. No podía
fallar. Más bien, no debía fracasar.
El Servicio de Inteligencia Mundial,
organismo creado a raíz de la disolución de la extinta ONU y la abrupta
conclusión de la última guerra, pagaba la totalidad de las investigaciones que
realizaba tanto Richardson como sus colegas científicos y, si los resultados no
acompañaban, entonces ellos resolvían el asunto mediante un despido no
improcedente pero justificado. El método de despido podía ser diverso pero el
fin era idéntico, un automóvil que se quedaba sin frenos y se estrellaba en un
despeñadero, un escape de gas que terminaba con una lamentable explosión, una
soga en el cuello atada a una viga como consecuencia de una depresión…
Marcus desechó esa idea.
-Richardson- Dijo un hombre enjuto y de
ojos rasgados, con tono burlesco.
-Iwata- Replicó el ingeniero, dándole cero
importancia.
Hiroshi Iwata se sentó en un extremo de la
mesa metálica y alzó una ceja cuando vio el rostro redondo de una gata
reflejado en el estuche de tela blanca. El físico teórico, oriundo de la
devastada y postnuclear Kioto, consideraba al ingeniero como una nimiedad, así
que se limitó a fingir interés en un artículo repleto de ecuaciones que
empezaban en una página y culminaban en la siguiente. La presencia de ese
hombre le hizo volver la mirada discretamente hacia una estructura oculta en
una esquina tras una manta plateada. En realidad fue más que discretamente. El
detalle fue despectivo y estuvo cargado de soberbia.
Marcus tenía el segundo turno en una tanda
de dos exposiciones. La ventaja de estar en esa posición, residía en el hecho
de que podía estar en guardia ante cualquier probable error. Hiroshi aparentaba
tranquilidad pero ocultaba ansiedad. El asiático enchufó un delgado tubo
plástico en un conector situado detrás de la oreja, para someterse a una sesión
de violenta lectura. El extremo opuesto del tubo alojaba un depósito lleno de
dextroanfetamina que era bombeada a un ritmo pulsante. A causa de la droga
insuflada en el cerebro, los ojos del físico parpadeaban a infinita velocidad
al tiempo que pasaba vertiginosamente las hojas del artículo.
El ritual acabó cuando dos sujetos
musculosos y ciclópeos, ataviados con uniforme verde olivo y con pesadas
piernas mecánicas, ingresaron al salón. Tras un concienzudo y prolongado escrutinio
(que incluyó un vistazo por debajo de la mesa), hizo acto de presencia un
tercer sujeto de calva brillante, parche en el ojo derecho, tez pálida y traje
caro. El General Bill Faraday gruñó a modo de saludo y se derrumbó en un
incómodo asiento que crujió bajo su peso.
-Caballeros, mi tiempo es limitado y tengo
prioridades de seguridad internacional que debo atender- Se quejó el militar
con voz áspera y seca.
-General Faraday, le aseguro que no está
perdiendo el tiempo- Se apresuró a decir el físico teórico, empleando un tono
adulador y estúpido.
-Usted primero, Iwata- Fue la amable y
escueta respuesta que logró pronunciar Faraday.
-Muchas gracias, General- Hiroshi se secó
el sudor de su frente, notando aún el éxtasis del estimulante –Como sabrá, en
los últimos tres años mi equipo y yo hemos trabajado arduamente en el objetivo
propuesto…-.
-¿Han construido la máquina?- Preguntó el
individuo, encendiendo un negro habano y enseñando unos dientes de acero
inoxidable.
-En efecto, General-.
Iwata se dirigió hacia la estructura,
retiró con torpeza el manto plateado y dejó en evidencia un dispositivo
desproporcionado, aberrante y dantesco. El aparato en cuestión constaba de una plataforma
circular al lado de la cual permanecía fijo un púlpito de aluminio mal soldado.
La plataforma hallábase rodeada por una mampara de plexiglás y, en su punto más
alto, alguien con pésimo gusto decidió colocar un estanque para almacenar un
fluido rosado y viscoso.
-General, he aquí la primera máquina del
tiempo- Anunció triunfante el japonés.
El semblante de Bill Faraday no cambió en
ningún momento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario