Capítulo
XVI
Stirling.
Escocia. Septiembre de de 1297.
Finalmente,
el día de la batalla había llegado. Los soldados de infantería y
los acorazados de las fuerzas inglesas, avanzaban con orgullo hacia
el puente de Stirling, rumbo hacia la Abadía de Cambuskenneth donde
esperaba con impaciencia el ejército de William Wallace. A pesar de
que la anchura del puente sólo era suficiente para el paso de dos
jinetes de la caballería inglesa, John de Warenne ordenó un ataque
con la totalidad de su poder.
Wallace
y Moray contuvieron a sus hombres, ansiosos y valientes, hasta que el
enemigo estuviese en el lugar esperado. Para sorpresa de los
invasores ingleses, una lluvia de silbantes flechas se produjo desde
los lugares más recónditos del espeso bosque, al otro lado del río.
Los mejores arqueros y ballesteros del Duque abatieron a decenas
jinetes e infantes, mientras que el grueso del ejército escocés
embestía al confundido y desordenado bando contrario, el cual se vio
divido en dos partes: la primera había sido acorralada por los
hombres de Wallace y Moray, mientras que la segunda estaba rodeada
por el distinguido cuerpo de infantería del Duque, dirigido por su
propio hijo. Los guerreros arremetían en masa en contra de los
ingleses aislados, los desmontaron de sus caballos y los arrojaron al
río para que se ahogaran con sus pesadas armaduras, los decapitaron
con sus espadas Claymore y los humillaron con una derrota
contundente. Los refuerzos no tardaron en llegar. Cientos de hombres
procedentes del contingente inglés se agolparon en el puente, con la
finalidad de recuperar el terreno perdido. Sin embargo, el puente no
resistió el peso y sus cimientos cedieron, llevándose con él a
incontables ingleses a las gélidas aguas del río Forth, y
provocando la inmediata retirada de los invasores. La victoria
escocesa había llegado pero, sorprendentemente, el Duque había
desaparecido sin dejar rastro alguno.
-Beba
vino, mi querido Duque- Dijo una voz áspera y fuerte en la oscuridad
de aquella cueva.
Despertó
completamente asustado y desconcertado. No sabía dónde estaba,
aunque su primera impresión le llevó a pensar que los ingleses le
habían capturado, recluyéndole en una caverna iluminada por una
gran hoguera. No recordaba nada de lo que había pasado, salvo el
detalle de que había hablado con su amado hijo durante la noche,
para después retirarse hacia un descampado y meditar bajo el manto
de estrellas. A partir de ese momento todo era confuso. Sintió sed
al ver el recipiente con el líquido carmesí y bebió con apetencia.
-Más
vino- Habló la voz un poco más cerca ahora pero sin un origen
definido. Parecía que podía venir de cualquier parte y de ninguna
al mismo tiempo.
El Duque volvió la
mirada y vio, sobre una rudimentaria mesa hecha con madera de pino,
un cuenco cerámico con más líquido carmesí. Justo en ese
instante, le pareció que el vino no debía tener una buena
fermentación puesto que era ácido y amargo para el paladar. Aún
así siguió bebiendo y, cuando acabó, se limpió los restos de
líquido en la boca con la mano. Notó que el vino era pegajoso y
viscoso, mucho más de lo habitual. Repentinamente sintió un picor
insoportable en el cuello, cuando intentó rascarse se percató de
que estaba sangrando a la altura de la garganta. Despavorido, corrió
hacia un rincón de la caverna pero se dio de bruces contra una
figura enjuta pero astutamente maliciosa, con unos intensos ojos
rojos, de cabello oscuro, orejas puntiagudas y dientes color marfil
muy afilados.
-Mi
apreciado Duque… Os ruego que me escuchéis con atención-.
El
Duque gritó preso del pánico, aterrado por la apariencia de aquel
ser que le persiguió hasta alcanzarle con facilidad. El desconocido,
le tomó fuertemente entre sus brazos, le alzó a la luz de la
hoguera y le miró con frialdad.
-Aunque
vos no me creías, estimado Duque, yo hace más de mil años era un
hombre corriente como usted, pero hice un pacto con el mismísimo
Satanás para salvar a mi hija de una enfermedad incurable. A cambio,
le di mi alma y me condenó a vivir por toda la eternidad
alimentándome de sangre humana. Pero ya no puedo seguir con esta
carga, respetado Duque, prefiero vivir en el infierno antes que
seguir con esta terrible maldición. Es por eso que le he transmitido
mi pena, mi carga inmortal, a usted, porque sé que usted es un
hombre justo y honorable, y no sucumbirá jamás a los pecados de la
banalidad de su naturaleza. Lo que os he dado de beber no es más que
mi propia sangre, sangre envenenada con el signo de una maldición.
Os pido que me perdonéis, pero yo ya no puedo soportar más esta
maldición-.
Sin
que el Duque tuviese tiempo a reaccionar, aquel ser de perversa
naturaleza se arrojó hacia las llamas de la hoguera para recibir una
muerte definitiva y, quizás, merecida. El cuerpo de la criatura se
convirtió en cenizas ante el horror de ese escocés condenado a
recibir una carga que no merecía. Tambaleando, pudo salir de la
cueva sin entender el significado de tales palabras, ignorante de su
nueva y horrible condición, y sediento de sangre.
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