domingo, 19 de mayo de 2019

Oper. Capítulo XVI

Capítulo XVI

Stirling. Escocia. Septiembre de de 1297.

Finalmente, el día de la batalla había llegado. Los soldados de infantería y los acorazados de las fuerzas inglesas, avanzaban con orgullo hacia el puente de Stirling, rumbo hacia la Abadía de Cambuskenneth donde esperaba con impaciencia el ejército de William Wallace. A pesar de que la anchura del puente sólo era suficiente para el paso de dos jinetes de la caballería inglesa, John de Warenne ordenó un ataque con la totalidad de su poder.

Wallace y Moray contuvieron a sus hombres, ansiosos y valientes, hasta que el enemigo estuviese en el lugar esperado. Para sorpresa de los invasores ingleses, una lluvia de silbantes flechas se produjo desde los lugares más recónditos del espeso bosque, al otro lado del río. Los mejores arqueros y ballesteros del Duque abatieron a decenas jinetes e infantes, mientras que el grueso del ejército escocés embestía al confundido y desordenado bando contrario, el cual se vio divido en dos partes: la primera había sido acorralada por los hombres de Wallace y Moray, mientras que la segunda estaba rodeada por el distinguido cuerpo de infantería del Duque, dirigido por su propio hijo. Los guerreros arremetían en masa en contra de los ingleses aislados, los desmontaron de sus caballos y los arrojaron al río para que se ahogaran con sus pesadas armaduras, los decapitaron con sus espadas Claymore y los humillaron con una derrota contundente. Los refuerzos no tardaron en llegar. Cientos de hombres procedentes del contingente inglés se agolparon en el puente, con la finalidad de recuperar el terreno perdido. Sin embargo, el puente no resistió el peso y sus cimientos cedieron, llevándose con él a incontables ingleses a las gélidas aguas del río Forth, y provocando la inmediata retirada de los invasores. La victoria escocesa había llegado pero, sorprendentemente, el Duque había desaparecido sin dejar rastro alguno.


-Beba vino, mi querido Duque- Dijo una voz áspera y fuerte en la oscuridad de aquella cueva.

Despertó completamente asustado y desconcertado. No sabía dónde estaba, aunque su primera impresión le llevó a pensar que los ingleses le habían capturado, recluyéndole en una caverna iluminada por una gran hoguera. No recordaba nada de lo que había pasado, salvo el detalle de que había hablado con su amado hijo durante la noche, para después retirarse hacia un descampado y meditar bajo el manto de estrellas. A partir de ese momento todo era confuso. Sintió sed al ver el recipiente con el líquido carmesí y bebió con apetencia.

-Más vino- Habló la voz un poco más cerca ahora pero sin un origen definido. Parecía que podía venir de cualquier parte y de ninguna al mismo tiempo.

El Duque volvió la mirada y vio, sobre una rudimentaria mesa hecha con madera de pino, un cuenco cerámico con más líquido carmesí. Justo en ese instante, le pareció que el vino no debía tener una buena fermentación puesto que era ácido y amargo para el paladar. Aún así siguió bebiendo y, cuando acabó, se limpió los restos de líquido en la boca con la mano. Notó que el vino era pegajoso y viscoso, mucho más de lo habitual. Repentinamente sintió un picor insoportable en el cuello, cuando intentó rascarse se percató de que estaba sangrando a la altura de la garganta. Despavorido, corrió hacia un rincón de la caverna pero se dio de bruces contra una figura enjuta pero astutamente maliciosa, con unos intensos ojos rojos, de cabello oscuro, orejas puntiagudas y dientes color marfil muy afilados.

-Mi apreciado Duque… Os ruego que me escuchéis con atención-.

El Duque gritó preso del pánico, aterrado por la apariencia de aquel ser que le persiguió hasta alcanzarle con facilidad. El desconocido, le tomó fuertemente entre sus brazos, le alzó a la luz de la hoguera y le miró con frialdad.

-Aunque vos no me creías, estimado Duque, yo hace más de mil años era un hombre corriente como usted, pero hice un pacto con el mismísimo Satanás para salvar a mi hija de una enfermedad incurable. A cambio, le di mi alma y me condenó a vivir por toda la eternidad alimentándome de sangre humana. Pero ya no puedo seguir con esta carga, respetado Duque, prefiero vivir en el infierno antes que seguir con esta terrible maldición. Es por eso que le he transmitido mi pena, mi carga inmortal, a usted, porque sé que usted es un hombre justo y honorable, y no sucumbirá jamás a los pecados de la banalidad de su naturaleza. Lo que os he dado de beber no es más que mi propia sangre, sangre envenenada con el signo de una maldición. Os pido que me perdonéis, pero yo ya no puedo soportar más esta maldición-.

Sin que el Duque tuviese tiempo a reaccionar, aquel ser de perversa naturaleza se arrojó hacia las llamas de la hoguera para recibir una muerte definitiva y, quizás, merecida. El cuerpo de la criatura se convirtió en cenizas ante el horror de ese escocés condenado a recibir una carga que no merecía. Tambaleando, pudo salir de la cueva sin entender el significado de tales palabras, ignorante de su nueva y horrible condición, y sediento de sangre.

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