lunes, 6 de junio de 2011

Oper. Capítulo X.

Montes Cárpatos. Noviembre de 1897.

-Le comprendo perfectamente, doctor van Helsing- Habló el Duque con pausa e intuyendo lo que estaba a punto de pasar.

Se había enamorado luego de muchos años de existencia maldita. Había sucumbido a muchos placeres, pero nunca había retomado el vicio del amor. Ése fue un error que le llevó a la destrucción de un ritmo de vida que había mantenido durante años. Desde su llegada a Valaquia, el Duque sintió especial predilección por esas tierras verdes, frías y húmedas, así que no tardó en asentarse en una maravillosa región rodeada de altos árboles y elevadas montañas, estableciendo su vivienda en un antiguo e imponente castillo de ventanas góticas, laberínticos pasillos iluminados con antorchas, paredes de piedra y naves profundas. El acceso al castillo estaba restringido a través de un puente largo y ancho que culminaba en una gran y pesada puerta de madera.

Los habitantes de aquella localidad eran supersticiosos y tenían muchas tradiciones que no dejaban de fascinar al Duque. Algunos decían que en el castillo vivía un conde perverso que había caído en desgracia, unos pocos profesaban que un muerto viviente acechaba por las noches en poblados y aldeas, otros hacían señales de todo tipo con las manos y portaban toda clase de amuletos para protegerse del mal que irradiaba el demonio. Demonio. Le llamaban demonio aunque el Duque no sentía ningún rencor por ello, por el contrario, le gustaba sentir el miedo en sus semejantes, era una sensación que le excitaba y le hacía disfrutar mucho más de su sed de sangre, cuando salía por las noches a buscar su sustento. Había aprendido a controlar su sed y sus necesidades, las cuales habían mermado con cada año que pasaba. Ya no necesitaba atacar todas las noches a una víctima diferente, en ocasiones transcurrían meses antes de morder a alguna en el cuello, en la muñeca o en la garganta. Descubrió que podía dormir mejor si descansaba en un ataúd de madera, la geometría del mismo le ayudaba a apaciguar los dolores de su espalda, le auxiliaba a suprimir cualquier pesadilla y contribuía a que pudiese conciliar el sueño con mayor facilidad. También pudo ser capaz de transmitir su pena a otras personas a través de un método que encontraba estimulante; debía morderlos primero y después darle de beber de su propia sangre. De esta manera pudo darle una nueva vida a tres mujeres que no tardaron en ser sus concubinas.

Se interesó también por la compra de propiedades en zonas remotas. Adquirió algunos terrenos en Budapest, Lugo, Múnich, y Lisboa; compró viviendas en Southampton, Milán, Viena y París. Quería comenzar un viaje a lo largo de todo el continente, con el propósito de ver con sus propios ojos los cambios que sufría la sociedad europea ante la introducción del maquinismo, las consecuencias de las revoluciones y las penalidades de las pestes y enfermedades. Fue a raíz de tales intereses que conoció a un abogado proveniente de la acaudalada Inglaterra, país responsable de sus torturas y penurias. El abogado en cuestión era muy joven y apuesto, sustituía a un procurador inglés que se hallaba muy enfermo para entonces, pero hizo las preguntas indebidas y pecó de curiosidad. El Duque, contrariado y disgustado, le retuvo en contra de su voluntad bajo la continua vigilancia de sus concubinas.

Fue en ese momento cuando decidió emprender un nuevo viaje. Habían pasado incontables décadas desde la última peregrinación y el deseo de conocer nuevos horizontes le había invadido con ambición. Comenzó visitando el lugar donde todo había comenzado, el bosque donde había sido condenado a la eterna negrura y a las tinieblas. En su ofuscada mente, evocó los ruidos de batallas olvidadas, los alaridos de muerte de aquellos que habían fallecido bajo ideales de libertad, los silbidos de las saetas que ocultaban la luz del Sol, el choque de relucientes espadas, el galope de bellos caballos y el color rojo carmesí de aquellos malignos ojos profundos. Abandonó tierras escocesas y se dirigió hacia el sur. Fue en Whitby donde tuvo inicio su perdición. Allí se enamoró de una hermosa y cándida joven, se convirtió en esclavo de pasiones humanas, se volvió completamente insano ante la belleza de una sencilla dama que le había cultivado. No obstante, la ironía del destino quería que esa atractiva joven fuese la mujer de aquel abogado inglés.

-Tu reinado de maldad ha terminado y el daño que has proferido pronto dejará de existir, así podrás encontrar finalmente la paz- Dijo el anciano del grupo con una mirada triste y benevolente.

El Sol se ocultaba progresivamente en la cima de las inhóspitas montañas, proyectando las sombras de aquellos que le habían derrotado. Desde su ataúd, el Duque observó a la mujer con vehemencia, y sintió un arrojo de renovado ímpetu cuando detalló que en su frente se había dibujado la marca de una hostia bendita. Sin embargo, sabía que no podía hacer nada, cuando se dio cuenta de que el valiente abogado le apresaba el cuello con un afilado cuchillo, al tiempo que un americano herido situaba una daga a la altura del corazón, gélido y paralizado.

-¿Maldad?... ¿Os habéis visto a vosotros mismos? Yo no soy más que un producto de la barbarie humana ¿Acaso no os dais cuenta de cuántas personas han muerto a lo largo de la historia a consecuencia de la estupidez de los hombres? Vuestra ambición ha sido, es y será la principal causa de vuestro exterminio- El Duque hizo una pausa y disfrutó de la que pensaba que sería su última noche sobre la tierra –Haced vuestro trabajo, Sr. Harker… No dudéis porque solo tenéis una oportunidad. Lo mismo digo de usted, Sr. Morris. Sé que le duele la herida que le han proferido mis valientes cíngaros, pero le insto a no fallar porque de lo contrario serán otras las que dolerán aún más-.

-No dudes de ellos, Conde- Replicó el afable anciano con respeto –Pero sí duda de tu creencia. La humanidad no es tan horrible como afirmas-.

El Duque sonrió amargamente.

-Vivan vuestras vidas en una mentira de paz y dejad que yo conozca finalmente la verdad de la muerte-.

El Duque mantuvo los ojos abiertos y su férrea voluntad sin proferir ni una sola palabra adicional. Ni siquiera gritó cuando el abogado inglés le cercenó la garganta con el cuchillo y el americano le clavó el puñal en el corazón.

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