miércoles, 19 de mayo de 2010

Oper. Capítulo IX.

El Vértice. 11 de Julio de 2052.

Pocas cosas podían ir mal en la rutina diaria de Maxwell Chase. De hecho, cuando despertó aquella mañana supo que el día sería espléndido y muy productivo. Ya no recibía órdenes programadas, ahora las emitía. Ya no ejecutaba las decisiones que otros tomaban por él, ahora las planificaba y las ponía en práctica. Conocía de antemano el itinerario de sus actividades, establecía contactos directos con importantes clientes, hacía videoconferencias con representantes de gobiernos poderosos, navegaba por la Red y accedía a documentos confidenciales y clasificados de la corporación, tenía total libertad de acción y reacción, siempre y cuando Stirling no objetara ni contradijera tal alcance. En cierta forma, Maxwell agradecía la desaparición física de Nobuhiko Ikari, ya que de permanecer todavía con vida, era muy probable que siguiera trabajando con la reliquia de Harry Zimmerman.

La muerte del fundador de la compañía se anunció oportunamente con un emotivo discurso pronunciado por Harold Stirling y diseñado por el propio Maxwell. En un principio, los inversionistas, accionistas y clientes de la Corporación Ikari se habían mostrado cautelosos, pero el ejecutivo recién ascendido a directivo se encargó de hacer las gestiones adecuadas para transmitir la confianza necesaria. Maxwell reveló algo que era vox populi pero que nadie quería admitir ni se atrevía a afirmar: Nobuhiko ya había dejado hace mucho tiempo que Stirling tomara las riendas de la empresa, así que era seguro que el miembro fundador no conocía ni la mitad de las operaciones y proyectos que se estaban desarrollando en la actualidad. Esa dura verdad, conocida y a la vez escondida, fue lo que hizo que las acciones de la corporación no cayeran con estrépito. Y es que en efecto, las bolsas de Pekín, New York, Tokio, Berlín, Londres y El Vértice no habían registrado variaciones significativas en las acciones de la compañía el día posterior al anuncio.

Al cabo de dos jornadas más, se hizo de dominio público la noticia de que la Corporación Ikari preparaba un plan global de telecomunicaciones, que incluía la posibilidad de que personas con bajos recursos podía adquirir un implante neural a un coste muy bajo, y subvencionando las intervenciones quirúrgicas necesarias, para que todo ser humano sin excepción pudiese tener un acceso gratuito a la Red. La noticia tuvo un impacto muy positivo en la reputación de la empresa, el valor de sus acciones subió vertiginosamente, algunos gobiernos de países afectados por la guerra aplaudieron la medida, las superpotencias elogiaron el carácter filantrópico de la empresa, y más de un dirigente mundial se ofreció para contribuir en la ejecución de tan ambicioso proyecto. A exactamente seis días de la muerte del fundador Ikari, ya se estaban exportando las primeras remesas de implantes neuronales fabricados en diferentes núcleos de manufactura del planeta.

No obstante, ése no era el único logro obtenido en unos días agitados y satisfactorios. En una reunión bilateral integrada por miembros del Fondo Monetario Internacional y por la junta directiva de la corporación, se acordó el inicio del desarrollo de la Conexión Global Bancaria, proyecto que le permitiría a cualquier ciudadano del mundo revisar sus estados de cuenta, hacer transferencias de dinero y emitir pagos y cobros, por medio de la Red y de los implantes neurales que, generosamente, distribuía la empresa. Por otra parte, los firewall americano y soviético habían sido instalados con éxito. El Comité para la Estabilidad Patriótica del gobierno neosoviético estaba maravillado con la solidez del sistema, mientras que la Oficina de Servicios de Inteligencia vinculada al Estado americano había destacado la eficiencia del producto final ante la detección de actividades hostiles.

Maxwell se sentía responsable de tales frutos. Sus negociaciones, basadas en sus dotes de persuasión y en su peculiar inteligencia, habían llegado a feliz término. Con su sonrisa, era capaz de reunirse sin problemas con representantes de la Casa Blanca y del Kremlin en un mismo día, de hablar con distribuidores de todo el mundo y de responder con sarcasmo a las descalificaciones de la competencia. Era, después de Stirling, el hombre del momento y comenzaba a disfrutarlo.

Aunque todavía no era suficiente. Todavía quería más, todavía quedaban posiciones por escalar y él estaba dispuesto a asumir todos los retos para alcanzarlas. Su nuevo despacho estaba a tres pisos por encima del anterior, sin embargo no tardó en habituarse a él, sobretodo porque todavía contaba con la ayuda de su antigua secretaria, Sally Prescott, a solicitud personal ante Stirling quien no tuvo reparos en aceptar dicha promoción. La joven, lejos de alegrarse y mostrarse eufórica, sólo esbozó una sonrisa discreta y agradeció la atención recibida cuando Maxwell le notificó su ascenso. Para él, esa mujer representaba una meta difícil pero alcanzable, la deseaba con vehemencia, le consideraba como un premio que merecía pero que injustamente no había podido recibir, y cada vez que ella rechazaba una sutil proposición, él la anhelaba aún más.

Aquella mañana estaba espléndida con su traje azul claro, sus medias blancas de tul realzaban sus esbeltas piernas, su chaqueta de cotelé sintético le llegaba hasta los bellos zapatos, su cabellera rubia estaba impecablemente peinada, dejando que un par de mechones dorados le cayeran por encima de sus ojos ámbar. En ese instante, Maxwell no pudo evitar tener más de un pensamiento lascivo.

-Buenos días, Sally ¿Alguna novedad?- Preguntó risueño mientras recibía una microficha con excesiva cordialidad.

-Buenos días, Sr. Chase- Contestó con indiferencia la secretaria –Le recuerdo que dentro de una hora debe asistir a la reunión con el Departamento de Ingeniería, para discutir las mejoras del sistema operativo de nuestro navegador en la Red. Además, le ha llamado el Sr. Seward del Departamento de Marketing, para coordinar las campañas publicitarias en los países en vías de desarrollo-.

Maxwell se sintió aún más atraído por esa mujer. Antes de entrar a su oficina le miró con lujuria y pensó en invitarle a comer a un buen restaurante; le pareció buena idea reservar una mesa en Angelo’s para disfrutar de una excelente comida, y conocer un poco más las costumbres de la alta sociedad.

El resto del día transcurrió con relativa tranquilidad. Las decisiones iban y venían con las prisas de rigor, mientras que las reuniones duraban lo que tardaban en comenzar otras. Después de un almuerzo rápido y ligero, constituido por hortalizas hidropónicas y carne hidrogenada de ternera, realizó su primer contacto del día en la Red, con el fin de entrevistarse con un ingeniero jefe de Bucarest. Se recostó en su cómodo diván, insertó el conector en el periférico de su oreja izquierda, y dejó que sus ojos fuesen testigos del espectáculo de imágenes, vídeos y textos que se confundían en las diferentes páginas, hipermedios y contenidos multimedia que conformaban ese elemento intangible de tan vital importancia para la humanidad.

Justo antes de culminar el encuentro, recibió una corta comunicación a través de un canal privado. Se trataba de un strechtext formado por dos indicadores aceleradores, el primero facilitaba la lectura del texto desplazando el cursor del iris en dirección vertical, mientras que el segundo permitía agrandar o reducir las imágenes que se expandían a lo largo y ancho de la esclerótica ocular. Con un pensamiento independiente, le ordenó a su implante neural que lo almacenara en una carpeta de su memoria interna cerebral, y se dedicó a finalizar la entrevista. No revisó nada hasta la hora de salida, momento en que se percató de que su emisor era un viejo conocido, y que el mensaje estaba conformado por una serie de números aleatorios sin sentido aparente:


0 0 0 1 0 1 1 - - - 0 0 0 0 0 0 1

1 0 0 0 0 0 0 - - - 0 0 0 0 0 0 0


No le dio importancia al mensaje. De hecho se podría decir que lo ignoró por completo. Recogió su maletín de cuero, cerró la puerta de su despacho y echó un vistazo rápido al escritorio de su secretaria, pensando en lo que ella podría estar haciendo en ese momento y ansiando estar con ella. Le ordenó a la unidad central de su coche que le llevara hasta su casa, meditando durante el trayecto sobre la posibilidad de comprar uno de los nuevos Audi-Sauber que tanto anunciaban por la televisión holográfica. Ahora tenía un sueldo seis veces mayor, así que podía permitirse ciertos caprichos, incluso compraría un piso más grande ¿por qué no? Dejó de soñar cuando su implante neural le avisó que alguien deseaba establecer una conversación de voz con él. Con un gesto de fastidio, aceptó de mala gana.

-Buenas noches, Harry- Saludó con evidente apatía.

-Maxwell… ¿Has recibido mi strechtext?- El tono de Harry anunciaba desesperación e impaciencia. Al directivo le pareció extraño que el viejo le llamara por su nombre.

-En efecto. Pensaba llamarte mañana para que me explicaras su significado ¿Algún nuevo cliente?-.

-No hay tiempo para eso, Maxwell… Escúchame bien porque es importante… He averiguado por qué han muerto Samuel y Manmohan… ¡Es terrible! ¡Debes creerme!-.

Harry Zimmerman parecía muy asustado, quizás trastornado y paranoico. Maxwell ya había olvidado a esos dos ejecutivos muertos en diferentes circunstancias, incluso ya no se acordaba de que podría tratarse de una conspiración orquestada por los gobiernos americano y neosoviético.

-Tranquilízate, Harry. No creo que se algo tan grave… ¿Podrías hablarme de eso?-.

-¡No! ¡No puedo! Tiene que ser en persona, Maxwell… Es muy peligroso ¡Tiene que ser esta noche en mi casa! ¡Tengo miedo de salir y es posible que la Red ya esté intervenida! ¡Por favor no me falles!-.

Maxwell quiso rechazar y objetar dicha invitación, pero el anciano cortó la conexión antes de tiempo. Decidió que no iría a ese lugar, salvo que Sally estuviese allí esperándole con una bata transparente para hacer obscenidades. Llegó a su actual residencia y confirmó sus actuales aspiraciones. Indudablemente necesitaba de una vivienda más grande, debido principalmente a que en la actual no iba a caber el jacuzzi que pensaba instalar. Aunque ya pensaría en eso más tarde, de momento tenía una larga noche por delante, así que se despojó de su traje y le ordenó al ordenador domótico que ajustara la temperatura de la ducha a 39 ºC. Al cabo de tres segundos exactos se escuchaba cómo las gotas de agua caían suavemente. Desnudo, se acercó hacia la ducha, no sin antes mirarse en el espejo.

Su rostro se deformó horriblemente cuando, gracias al espejo, se dio cuenta de que detrás de él había un sujeto desconocido disfrazado con una máscara horrible, con las manos en los bolsillos de una gabardina larga y negra, y con aspecto aterrador. Sabía que había visto esa siniestra indumentaria en algún lugar ¿pero dónde? Quiso plantarle cara, pero el invasor hizo un movimiento fugaz que le inmovilizó el brazo derecho y le incrustó la cara en contra del cristal. Sintió como un fragmento del mismo se encajaba en su frente, produciéndole una herida espantosa.

-Maxwell Chase, empleado de la Corporación Ikari que vive en el piso 17–B de Imperial Park ¿me equivoco?- Dijo el invasor al oído de su presa con voz seca y ronca.

-Se trata de dinero ¿verdad?... Siempre se trata de…- Gimió tontamente, sintiendo una mayor presión de parte de la rígida mano que sujetaba su cabeza.

-¿Te suena el nombre de Manmohan Patil? Un par de sicarios asiáticos decidió aplastarle la cabeza con un martillo hace menos de un mes ¿qué te parece?-.

-No sé de qué…-.

El invasor zarandeó bruscamente la cabeza de Maxwell y la volvió a impactar contra el espejo. El directivo vio las estrellas, antes de que sintiera cómo le doblaban aún más el brazo.

-¡Manmohan era un ejecutivo de la oficina de Londres!- Graznó Maxwell pero la presión no disminuyó –Supe… Supe de su homicidio pero yo no hice nada… ¡Lo juro!-.

-Mientes…- Dijo el invasor para después hacer girar al magullado Maxwell y verle directamente a los ojos –Le pagaste a dos matones la suma de medio millón de dólares, por medio de una transferencia procedente de una cuenta en un banco de Buenos Aires-.

-¡Yo no hice nada!... ¡Lo juro!...-.

El invasor arrojó a Maxwell dentro de la ducha atravesando la mampara con estrépito, tomó la grifería elástica y le hizo tragar algunos litros de agua templada a 39 ºC. Seguidamente, envolvió el cuello del directivo con la manguera de plastiacero. La humanidad de Maxwell estaba severamente castigada con los añicos y restos de la mampara. El invasor aprovechó esta circunstancia para apretar con su bota un trozo de vidrio insertado en la pierna del directivo, arrancándole un chillido breve.

-“MP. 14–J” ¿Qué te dice ese mensaje?- Interrogó el invasor sin atender al ataque de tos que sufría Maxwell.

-Por favor… Por favor…-.

El invasor soltó la manguera y se alejó unos pasos sin perder de vista a Maxwell. El directivo tenía un aspecto patético: desnudo, golpeado y con la manguera de la ducha confundida alrededor de su cuerpo, provocando que el agua cristalina le cayera directamente en algunas heridas del cuerpo, derivadas de la mampara hecha añicos. El invasor extrajo pacientemente de su gabardina un cuchillo herrumbroso y un soplete portátil, a la vista de Maxwell cuyos ojos se abrieron con sorpresa, conmoción y desgracia.

-Verá, Sr. Chase… Si algo positivo dicen los medios de comunicación de mí, es que siempre obtengo lo que quiero. Lo cierto es que el secreto de semejante resultado se basa en que tengo mucha paciencia, así que no me obligue a demostrarlo-.

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