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Remembranzas de un crimen olvidado
Vivían en una urbanización modesta localizada en la periferia de la ciudad. Su vivienda consistía en un adosado con dos habitaciones, un lavabo con ducha, una cocina y una sala pequeña. En total, setenta metros cuadrados que constituían la base de una familia que apenas iniciaba su futuro.
Él era un viejo sabueso de la Policía Tecnológica, uno de esos miembros de la antigua escuela que era respetado por muchos y envidiado por pocos. Ella era veinte años menor y una rareza de la sociedad moderna. Provenía de una comunidad que creía en la armonía del ser humano con la naturaleza, en santos y deidades relegados a tiempos pasados, y en la no dependencia de las comodidades que otorgaba la tecnología.
Se conocieron por casualidad. Él se había tomado unas vacaciones de dos semanas luego de seis años continuos de trabajo. Decidió tomar su desvencijado coche y recorrer paisajes que nunca había conocido, también le pareció buena idea dejar su teléfono móvil para evitar recibir llamadas inoportunas. Infelizmente o afortunadamente, según sea el punto de vista, su coche decidió estropearse cerca de la Comunidad Amish de Lancaster. Mientras intentaba reparar el motor eléctrico del vehículo en el arcén de un camino rural, escuchó en la distancia una angelical voz femenina que canturreaba una suave canción.
Motivado por la curiosidad, se acercó hacia el origen de aquella voz. En el horizonte de una pradera de trigo la vislumbró por primera vez, ataviada con una ropa que no se conseguía en los centros comerciales de la urbe, una vestimenta confeccionada a mano que cubría con elegancia la totalidad de su cuerpo. Su cabello cobrizo estaba adornado por un pañuelo blanco y sus orejas eran vírgenes a las perforaciones requeridas para zarcillos y pendientes. Entre sus manos sostenía una cesta de mimbre donde almacenaba los tallos de trigo que recogía con solícita entereza.
Él hizo ruido y ella se percató de su presencia. Asustada, tropezó y cayó sobre un manto de hierba seca. Él se acercó con miedo y a la vez con torpeza, se presentó como un representante de la seguridad nacional al tiempo que mostraba su identificación holográfica, aunque ella jamás había visto algo como eso. Quedó maravillada ante el baile de colores que desplegaba la identificación, era como el arco iris que se formaba después de la lluvia. Él le dijo su nombre y le ayudó a levantarse, mientras le explicaba que su vehículo se había accidentado muy cerca de allí. Ella le correspondió el saludo, informándole su nombre con un acento musical. Le dijo que no sabía nada de coches, pero que su padre tenía una carreta impulsada por dos magníficos caballos y que podía llevarle con ella hasta un sitio donde efectuar las reparaciones. Si él tenía paciencia, podían hacer una caminata de dos horas para llegar hasta el poblado.
Así fue cómo Eugene Goldstein conoció a Sofía O’Neill.
La ruta era exquisita y maravillosa. Eugene le dio las gracias a su coche por haberse averiado justo en ese lugar. Sofía le hizo preguntas sobre la ciudad ¿Cuántos acres tiene tu villa? ¿Cuántas casas había? ¿Cómo son los edificios? ¿Cuál es el oficio de un policía? ¿Es muy peligroso? ¿Nunca has labrado la tierra? ¿Tienes perros o gatos? ¿Cómo es posible que no tengas una mascota? Ella estaba ávida de nuevos conocimientos y, a pesar de que en las sienes de Eugene comenzaban a aflorar las canas, le pareció un hombre repleto de seguridad y confianza. Por su parte, él vio en ella algo que la sociedad moderna había perdido hace mucho: candidez, simpatía y honradez.
El padre de Sofía podría representar perfectamente el papel de hermano mayor de Eugene. Era doce años mayor, tenía rostro severo y las manos de una persona que trabajó como agricultor durante toda su vida. Eugene le explicó su situación y cuando intentó mostrar su identificación, el hombre rechazó toda intención, alegando que la tecnología no tenía cabida en su casa. Desgraciadamente, no podían salir ese día, puesto que el pueblo más cercano con teléfono estaba a cuatro horas de viaje con la carreta, así que tendrían que salir a la mañana siguiente.
No hubo mañana siguiente. Eugene quedó maravillado con el ritmo de vida apacible que transcurría en el poblado. La madre de Sofía se encariñó con la sinceridad del policía, el padre simpatizó con su franqueza y Sofía se enamoró de él al quinto día. Cuando llegó el momento de regresar de sus vacaciones, Eugene le aseguró que la visitaría todos los fines de semana, promesa que cumplió cabalmente durante ocho meses. El viejo policía tenía un inusitado y renovado vigor en su trabajo. Si antes era el mejor, en aquel momento era insuperable. Tenía una motivación con nombre propio: Sofía.
Gracias a esa dosis de motivación pudo atrapar y encarcelar a un pirómano que se hacía llamar Teddy Cienfuegos, buscado por incendiar diferentes propiedades privadas y edificios gubernamentales, bajo el lema de que el capitalismo era la causa de todos los problemas de la sociedad. En el juicio, Teddy juró venganza en contra de su captor.
El tiempo pasó y Eugene se decidió a dejar de ser un soltero entrado en años y un sabueso solitario. Una tarde de Domingo acudió al poblado con un ramo de flores y un anillo de compromiso. Con el formalismo de rigor y con los nervios a flor de piel, pidió la mano de Sofía ante su padre.
Ese fue el inicio de un matrimonio que duró tres años, los cuales fueron los más felices en la vida de Eugene Goldstein. Sofía se acostumbró rápidamente a la vida en la ciudad, aprendió a conducir, consiguió un trabajo como dependienta en un supermercado y admiraba los logros de su esposo, quien de acuerdo a las previsiones de sus compañeros, no tardaría en ser designado como Comisionado de la Policía Tecnológica. Una mañana de otoño, Sofía recibió una llamada del hospital para hacerle una revisión médica rutinaria, le dejó una nota a su marido donde le indicaba su paradero y, sin preocupación, se dirigió hacia su destino. Paralelamente, en el cubículo de Eugene un mensajero dejaba una carta con la siguiente amenaza:
“Estimado Inspector Goldstein. Usted arruinó mi vida al entregar su servicio comunitario a los intereses capitalistas, ahora yo arruinaré la suya para redimir sus pecados más banales. Incendiaré lo que más atesora para que entienda mi causa. Créame Inspector cuando le digo que lo haré por su bien ¡Abra los ojos ante las manipulaciones del sistema! Su amigo, que le aprecia, Teddy”.
Temiendo lo peor, Eugene le arrebató el coche patrulla a un cadete y se dirigió a su casa, tan sólo para encontrar la nota que le había dejado Sofía. Angustiado, circuló a alta velocidad por las calles de la urbe hasta llegar al hospital. No halló su coche en el aparcamiento de pago. La crueldad del destino quiso que Sofía encontrara sitio en un parking gratuito. Corrió desesperado por todo el recinto buscando a su esposa. No podía creer lo que su corazón y su razonamiento crítico le dictaban. Debía hallar a Sofía, tenía que protegerla, era una promesa, era su deber, era…
¡Allí estaba ella! ¡Cruzando la calle y rumbo hacia el parking gratuito!
Gritó entre el tumulto de gente que salía y entraba del hospital, pero Sofía no escuchó. Avanzó hacia la calle sin mirar, sin avistar el vehículo que frenaba abruptamente, sin darse cuenta de que ese mismo vehículo le arrollaba con estrépito y le arrojaba fuera del alcance de su amada esposa.
Sofía estaba feliz y radiante. Le habían dado una noticia hermosa. La más bonita de toda su vida. Finalmente, le daría a Eugene un niño, o una niña, todavía no se sabía, debido a que tenía cinco semanas de embarazo, pero eso era lo de menos. Le daría a su abnegado esposo un hijo fruto de su amor. Estaba tan contenta que no escuchó los gritos, el chirrido de los neumáticos con el asfalto y el posterior impacto. Estaba tan ilusionada que pasó la llave con presteza en el interruptor del coche. Estaba tan esperanzada que no sintió nada cuando se activó la bomba que había en el chasis.
En la distancia, Eugene escuchó la explosión como un estruendo sordo.
Le habían arrebatado a su vida. Lo único que nunca supo fue que ése día, no sólo había muerto su amada Sofía.
Dos días después, Teddy Cienfuegos fue apresado tras el allanamiento de su escondrijo. Según la versión del Inspector Andrew Poincaré, el detenido se enfrentó a la policía y fue necesario el uso de armas de fuego. El pirómano quedó tetrapléjico después de recibir dos impactos de bala en la médula espinal durante la resistencia al arresto.
Sin embargo, eso no le devolvió la vida que gozaba Sofía O’Neill de Goldstein.
Despertó lentamente, dejando que los latidos de su corazón se amoldaran a su nueva condición y olvidaran su agitación temporal. No era la primera vez que remembraba los recuerdos de los tres mejores años de su vida. Pero esas memorias no eran más que imágenes del pasado, sombras que nunca iban a volver.
Se levantó con dificultad del catre que le habían dispuesto en una habitación reservada para visitantes. El cuello le dolía, el pecho le abatía, las piernas no respondían a las órdenes de su cerebro, su presión arterial debía ser alta y los huesos de su espalda crujían ante el más mínimo movimiento. A pesar de todos esos síntomas, lo que más le atormentaba era la repetitividad con la que se reproducían esos recuerdos en sueños.
El lavabo era minúsculo y ridículo. Teniendo en cuenta la delgadez de Eugene, le fue muy complicado lavar su rostro con agua. Por su parte, el desayuno fue escueto y carecía de las vitaminas y proteínas que contenían los alimentos naturales que cosechaban en el poblado de Lancaster. El plato que tenía ante sí era una mezcla de alubias secas y lentejas resecas con lechuga sintética y tomate deshidratado, todo dispuesto en un plato de cerámica servido por una máquina automática.
Comió con desgano. Repasando cada nexo y punto de interés del caso. Tenía que hacer una visita a Han-Jae Ji Chen, aspirante a doctor en genética molecular y considerado como el trigésimo genetista más importante, según la descripción del perfil que pudo hallar en la pantalla táctil.
La Dra. Lucía Méndez le había mencionado durante su arrebato de ira y él le daría la respuesta que estaba buscando.