miércoles, 6 de mayo de 2009

Pesadilla a veinticinco metros por debajo de la superficie

Retrato de un hombre asustado: Dr. Arnau Saavedra, cuarenta años, divorciado, padre de dos hijos, y profesor universitario en psicología de baja por enfermedad. El Dr. Arnau Saavedra ha sido dado de alta recientemente de un sanatorio, donde pasó los últimos ocho meses recuperándose de una crisis nerviosa. Crisis originada en una noche análoga a esta, en un vagón de un tren suburbano similar al que el Dr. Saavedra está a punto de tomar ahora; con la diferencia de que, en medio de esa noche hace un año, el viaje del Dr. Saavedra culminó abruptamente debido a una arremetida mental. Esta noche, él está viajando por vez primera desde su exilio, sin embargo, contrariamente a lo que el Dr. Arnau Saavedra espera, su viaje estará muy cerca de una dimensión oscura y desconocida.


-Próxima estación: María Cristina-.


La voz automatizada anunciaba mediante la megafonía del ferrocarril la primera de las diecinueve paradas que debía soportar. Adherido a su asiento, pensó que no era una mala idea tomar este medio de transporte. Como experto en psicología clínica sabía que enfrentar los miedos era una de las mejores terapias que podía abordar. Así que aprovechando la visita que había hecho a un viejo conocido en la facultad de química, decidió instintivamente desplazarse en tren. Las ventajas eran diversas: La estación de Palau Reial estaba cerca a la zona universitaria, la tercera línea de la red metropolitana le permitiría llegar sin escalas ni trasbordos a su casa ubicada en la Avenida de Can Marcet, no tendría que disponer del servicio de un taxi, más aún teniendo en cuenta que el F.C Barcelona jugaba esa noche del Martes un partido importante y el tráfico era terrible en consecuencia.


No obstante, sabía que en un tren como el que ahora le llevaba a su destino, había recibido una noticia traumática. Aquella noche de verano abordó la tercera línea en Plaza Cataluña, silbando y moviendo aleatoriamente una bolsa con su mano, pensaba despreocupadamente en lo perfecta que era su vida: profesor titular en la facultad de psicología en Mundet, dos hijos que hasta hace poco no eran más que niños inocentes, un piso amplio con pocos años de hipoteca, un bonito coche que provocaba envidia entre sus colegas y una esposa maravillosa.


Todo eso se torció en breves instantes. Su esposa maravillosa le llamó intempestivamente aquella noche de verano. Le dijo que no le soportaba más, que tenía un amante rumano, que abandonaba con él el piso amplio con pocos años de hipoteca, que se iba con él en su bonito coche, que sus dos hijos estaban con su suegra en Tarragona y que le había denunciado (injustamente) por malos tratos ante la policía.


El Dr. Arnau Saavedra colgó su teléfono móvil y sonrió. Pensó que todo era una mentira graciosa. Nada de eso podía ser verdad. Él quería mucho a Silvia y Silvia le quería mucho a él. Reconoció que últimamente el trabajo le había abrumado, sobretodo desde que había aceptado aquel cargo importante en el rectorado. Pero era un hombre que se desvivía por su familia. Seguramente, cuando llegara a su casa, Silvia le estaría esperando, Miquel y Sergi jugarían a los videojuegos y Andrei, el rumano, se habría ido luego de completar la jornada de limpieza del piso ¡Todos se reirían en familia por la broma! Andrei… ¿Por qué pasaba tanto tiempo en casa, últimamente? En principio sólo debía venir tres veces por semana…


Arnau estalló de ira. Lanzó la bolsa contra un cristal del vagón y el adorno que había comprado en Las Ramblas se rompió inevitablemente. Gritó desesperadamente ante la atónita mirada de los pasajeros. Una mujer intentó calmarle pero él la empujó y comenzó a recorrer histérico a lo largo del tren. Pataleó hasta que un joven fornido le detuvo con una llave de defensa personal, lastimándole el brazo derecho. Sólo dejó de berrear cuando los guardias de seguridad le amordazaron.


Pero eso había pasado. Ahora se sentía mejor tras la terapia en el sanatorio. No había perdido su puesto titular en la universidad, demostró que las acusaciones de malos tratos eran falsas e incluso consiguió la custodia parcial de sus dos hijos. Pero lo mejor de todo era que había recuperado su dignidad. Ahora, sólo debía retomar la confianza en el tren suburbano.


-Próxima estación: Les Corts-.


Se acomodó en el asiento y decidió que sería buena idea leer un artículo de investigación para amenizar el viaje. Las puertas del ferrocarril se abrieron y comenzó la transferencia de pasajeros. Dos chicas vestidas con faldas cortas y costosas se sentaron frente a él sin dejar de hablar de lo bien parecido que era un tal Joaquín. A su derecha un anciano con bastón se quejaba de la falta de asientos, al tiempo que una señora con un estómago del tamaño de Groenlandia atropellaba a algunos viajantes con su carrito de compra.


-Tenías que verlo ¡Estaba guapísimo con esa chaqueta negra! ¿Tendrá Joaquín un hermano?-.

Arnau leyó brevemente el trabajo de un profesor canadiense sobre psicología cognitiva. Decididamente no estaba de acuerdo con sus conclusiones en cuanto a los experimentos realizados sobre la memoria, basándose en las pruebas de selección de Wason. Quizás el enfoque era el correcto, pero no sustentaba con credibilidad las hipótesis planteadas. Por eso se disponía a leer el apartado introductorio. Probablemente así podría…


¡¿Qué ha sido eso?!


Durante un brevísimo segundo, Arnau apreció algo extraño en la ventana del vagón. Era algo imposible de creer. Las luces de un tren que se desplazaba en dirección contraria, habían iluminado una silueta oscura y deforme aferrada a la ventana. Silueta que se esfumó tan rápidamente como había aparecido. Debía tratarse de un efecto óptico. El reflejo de algún hombre sobre el cristal. Nada más. No había que tomar en serio esa silueta. Tenía que pensar en situaciones agradables.


-Próxima estación: Sants Estació-.


Decenas de turistas ingresaron al tren, aunque las dos jovencitas seguían hablando de los atributos del tal Joaquín. El anciano del bastón proseguía con su monólogo criticando a la juventud de hoy en día. Desde un asiento cercano, una mujer con un bebé en brazos trataba de tranquilizar a un niño travieso que no paraba de portarse mal. Un hombre vestido con elegante traje recibió una llamada en su teléfono móvil. Tres chavales discutían airadamente sobre fútbol y una pareja inglesa revisaba un mapa de la ciudad con el ceño fruncido.


-¿Qué cosas dices sobre Eto’o? ¿Samuel Eto’o el jugador más grande de todos los tiempos? ¡Mejor es Messi! ¡Yo te diré para qué es bueno Eto’o! Ese tío es bueno agachándose y…-.


El Dr. Arnau Saavedra continuó con su lectura. Sencillamente no quería saber la opinión de tres críos sobre las inclinaciones y gustos de un futbolista. Quería analizar la metodología experimental empleada por el profesor canadiense, debido a que le parecía exigua y ortodoxa. A su juicio, no aportaba nada nuevo y estaba lleno de contradicciones. Pensó en escribir una corta publicación a manera de crítica, y para ello necesitaba diseccionar todos los detalles expuestos en ese artículo.


Un ruido llamó su atención. Era un ruido leve y constante. Un ruido imperceptible pero molesto. Dirigió su mirada hacia la ventana pero no pudo ver nada salvo la negrura de la vía. El túnel se alzaba como un titán que envolvía la envergadura del ferrocarril. La carencia de iluminación no le permitía distinguir las formas difusas que iba dejando el paso del tren. El ruido continuaba generando molestia. Entornó los ojos y… ¡Apareció! Una sombra recorrió la altura del cristal desde arriba hacia abajo. No pudo reconocer si se trataba de una persona o un animal, pero sí había visto la sombra ¡Era una sombra! ¡No tenía duda de ello!


-Disculpen señoritas… ¿Han visto ustedes algo en el cristal?- El sudor recorría libremente las sienes de Arnau.


-¿Qué cosa?- Dijo una de las dos chicas con gesto indiferente –Ah, si. Le han hecho algunas pintadas. Ya sabe lo que dicen de nosotros los adolescentes-.


Quiso decir algo más, pero se limitó a sonreír. Con un pañuelo se secó el sudor. El aire acondicionado no era suficiente para aclimatar el vagón y la carga térmica de los pasajeros era significativa. Respiró profundamente e intentó tranquilizarse. Cerró los ojos e hizo ejercicios con sus pulmones. Recordó las sesiones en el sanatorio y pensó que sería buena idea comprobar que no había nada en el cristal. Todo se resumía en reflejos y proyecciones de imágenes debido al movimiento. Para cuando mirara en el cristal no encontraría…


¡Estaba allí!


Arnau se encontró cara a cara con el rostro de la silueta que había visto en un principio. Era un rostro espantosamente horrible. Su frente era ancha, su cabello escaso, sus dientes deformes, alargados y puntiagudos. Su piel tenía una apariencia esponjosa e inhumana. No tenía manos, sus garras se enganchaban a la ventana con una fuerza sobrenatural. Su cuerpo era alargado y contenía una especie de escamas incrustadas en el estómago. Las piernas tenían las rodillas al revés. En total no debía de medir más de medio metro, aunque su prominente joroba producía un efecto engañoso. Lo peor eran sus ojos: amarillos, redondos, brillantes y grandes.


El Dr. Saavedra se levantó de su asiento y, entre gritos de pánico, cayó al suelo señalando la ventana. Los pasajeros le miraron con asombro, aunque ninguno de ellos tuvo la primera reacción de mirar el cristal.


-Próxima estación: Poble Sec-.


-¿Se encuentra usted bien, señor?- Preguntó una dama con un poco de interés


Alternó miradas entre la mujer y el cristal. El tren se había detenido en el andén para dar paso al sucesivo intercambio de personas. Las dos chicas se retiraron entre cuchicheos, ocasión que aprovechó el anciano del bastón para ocupar uno de los asientos disponibles. Los tres jóvenes miraron lascivamente a las dos chicas y el hombre del traje proseguía con su larga conversación a través de su teléfono móvil. Un guardia de seguridad acompañado por un pastor alemán con bozal entró en el vagón, bostezó y se incorporó en una esquina fingiendo un semblante escrutador.


Nadie había visto nada.


-Estoy bien, gracias- Alcanzó a decir estúpidamente Arnau.


Regresó a su asiento y guardó el artículo en su maletín. Era imposible que semejante criatura haya pasado desapercibida ente los usuarios del Metro. Trató de serenarse. Definitivamente no estaba del todo curado. Requería de más ejercicios y más terapia. Incluso había empeorado. Ahora observaba a un ser jamás concebido por la Creación. No podía pensar en las graves secuelas que tendría su inestabilidad mental en el mundo académico. No de momento.


Abrazó su maletín y observó la ventana. Esta vez no había nada. No había ojos amarillos y brillantes. No había joroba alguna. Pero sí estaban las marcas de las garras, que habían desgarrado el cristal provocando surcos que se confundían con las pintadas.


Sudaba frío. Sostuvo la mirada y, nuevamente, avistó a la criatura. El despreciable ser se había ensañado con la estructura externa del vagón, la cual golpeaba sin piedad ¡Y nadie se daba cuenta de ello! Ningún pasajero sentía las sacudidas producidas por las garras de la criatura ¡Él era el único que las percibía! ¡Estaba loco! ¡Loco!


-¡Oiga jovenzuelo! ¿Qué se supone que está haciendo? ¡Déjeme en paz!- La voz del anciano del bastón le sacó de sus turbios pensamientos.


Arnau había tomado fuertemente el brazo del abuelo en un vago intento de buscar fortaleza en un lugar donde no existía ese término. Los ojos de la criatura se clavaron en él y una sonrisa macabra se formó con los dientes deformes, alargados y puntiagudos. En ese momento, Arnau comprendió que estaba solo. Nadie, excepto él, conocía la gravedad de las circunstancias que envolvían ese viaje siniestro. Tenía que enfrentarse a su problema y estaba seguro de que lo haría.


-¿No piensa disculparse? ¡Es usted un maleducado!- Protestó el anciano con severidad.


El Dr. Arnau Saavedra ignoró los reproches y analizó su entorno. El hombre del traje había concluido su llamada, los tres chicos se reían ante una ocurrencia obscena y la pareja inglesa ya se había ido. Repentinamente, encontró la solución. Avanzó en grandes zancadas evitando las convulsiones atípicas del ferrocarril. Se impulsó fuertemente sobre sus piernas y se abalanzó sobre el descuidado guardia de seguridad, dejándolo aturdido por unos instantes. El perro le arañó con sus patas una pierna, pero Arnau ya había obtenido lo que buscaba y consideró la herida como un mal menor. Regresó a su asiento y vio que en el parte superior del ventanal estaba la criatura con aire curioso. Arnau le mostró el objeto que cargaba entre sus manos y apuntó sin dudar, provocando confusión y terror entre los pasajeros.


-¡Oiga jovenzuelo! ¡Tampoco es para que tome las cosas así! ¡No lo haga, por favor! ¡No me mate!- La cara del anciano era de absoluta consternación. Su mirada no podía apartarse del instrumento negro que sostenía Arnau con sus manos.


Pero el viejo no era el verdadero objetivo. El profesor universitario quitó el seguro de la pistola del guardia y descargó toda la munición contra la ventana, justo en la posición donde se hallaba la criatura. Las primeras balas impactaron en el cuerpo amorfo y en la frente ancha del ser, pero las restantes contribuyeron a destrozar la ventana en añicos.


-Próxima estación: Liceu-.


Arnau soltó la pistola, se arrodilló y estalló en un ataque de risa histérica. El anciano yacía a su lado, desmayado. El guardia de seguridad se acercó con cautela y avisó por radio a sus compañeros, quienes se apersonaron en el andén de la siguiente estación.


El viaje del Dr. Arnau Saavedra ha terminado ahora. Un viaje que no sólo era desde el punto A al punto B, sino que también era un viaje que incluía el temor a que empeorase su delicado estado mental. El Dr. Saavedra ha dejado que el miedo le inyectara dosis de adrenalina que hasta ahora desconocía. Afortunadamente, su convicción de no permanecer aislado mucho tiempo más, ha sido la causa de que haya enfrentado con valor sus aprensiones y turbaciones más profundas.


Mientras la policía se llevaba a Arnau esposado, un grupo de técnicos revisaba el tren donde había ocurrido el incidente. Aparentemente había severos daños en todos los vagones. La catenaria había sido arrancada con violencia y las ruedas tenían evidentes signos de mordedura. Eso sin contar los rastros de un líquido viscoso y verdoso encontrado en las adyacencias de la ventana rota, cuyos análisis posteriores demostraron que se trataba de un tipo de sangre animal desconocido hasta ahora.

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