jueves, 31 de octubre de 2019

Lectura en 31 de Octubre: El rito


Retrato de un hombre asustado al inicio de su muerte: Adur Oyarzábal, nacido en Lazkao hace 34 años, complexión atlética, un metro setenta centímetros de estatura, sesenta kilogramos de peso, cabello rubio y, antes del incidente, excelente estado mental.

El calor de aquella madrugada de Octubre era, cuanto menos, inusual. Aún faltaban meses para la celebración de la Ehunmilak pero ya se sentía preparado para hacer el trayecto más largo, el mismo que contemplaba varias decenas de kilómetros en menos de dos días. Había aparcado su coche en Larraiz y, tras unos estiramientos previos, comenzó a trotar en dirección a la cima del Txindoki.

El reloj marcaba las 04:04. Para él no era importante, pero para un pequeño grupo muy cercano era una hora crucial.

La música de su dispositivo electrónico fluía sin pausa a través de sus oídos y estimulaba su caminata. En su frente tenia dispuesta una lámpara de gran alcance que le permitía esquivar a tiempo cualquier piedra u obstáculo repentino. Sin embargo, sin previo aviso, la música dejó de rezumar y la luz comenzó a parpadear de forma irregular, hasta que un grito gutural retumbó en los oídos desde los auriculares.

Se los quitó deprisa y con súbita agitación. Miró su dispositivo y la tenue luz azul de la pantalla digital mostraba unos símbolos extraños. En un principio pensó que se trataban de caracteres japoneses o cantoneses, pero no se parecían ni por asomo, aunque también reconoció que no tenía idea de ese idioma y podría estar equivocado.

Hizo un amago de volver a colocarse los auriculares, pero los gritos continuaban, erráticos pero firmes.

Hasta que no dejaron de emitirse sólo por los auriculares.

Venían del oeste, de unos arbustos, de un grupo de árboles más arriba, de todas partes y de ninguna. La cadencia aumentaba y cada vez se escuchaban más cerca.

Decidió correr hacia su coche. Algo no estaba bien. Lo sentía. La lámpara parecía no funcionar, pero conocía aquellos caminos. Giró a la izquierda, luego a la derecha. Tenía que ser por aquí. Sí. Era por esa vereda. Pero no llegó a ningún sitio. Estaba desorientado hasta que consiguió ver a una silueta oscura y muy alta.

-Kai... Kaixo...- Balbuceó estúpidamente.

No se percató de la hoz que portaba la silueta en su mano derecha. La silueta permanecía impasible, impertérrita y no daba indicio alguno de moverse.

El chillido agudo y estridente vino después. Algo aterrizó muy cerca del deportista.

Cuando volvió la mirada, se percató de que una figura infantil se había sumado a la improvisada reunión. No obstante, no se trataba de un niño. Su pelvis estaba deformada en un ángulo imposible, su manos (si es que eran tal cosa) eran alargadas y su cabeza era ovalada. Se arrastró por el suelo a cuatro patas y Adur retrocedió instintivamente.

La hoz descendió abruptamente e hizo un corte limpio en su espalda. Aulló de dolor y se abalanzó hacia un matorral poco firme. Sintió que atravesaba las plantas y ya no pisaba suelo.
La gravedad hizo el resto.

Despertó varios días después en la unidad de cuidados intensivos de Zumárraga. La familia estaba muy contenta por la rápida mejoría. Tras los abrazos y besos oportunos, le habían actualizado de su situación. Aparentemente había sufrido un accidente mientras hacía deporte por la montaña. Quizás no había visto el pequeño precipicio y se desplomó contra zarzas y maleza. Su pierna izquierda estaba fracturada y tenía arañazos por todo el cuerpo, siendo el más profundo el corte que había sufrido en su espalda.

Aún confuso por los fármacos, intentó asimilar toda la información hasta que una enfermera solicitó a los familiares que abandonaran la habitación.

-¿Qué tal estás?- Preguntó una doctora, quien apareció minutos después de la enfermera.

-Me duele un poco... pero bien...-.

-Deberías haber tenido más cuidado- Dijo la doctora cuando le auscultaba.

-No sé qué pasó... Yo...-.

-Nunca lo sabrás- Intervino la enfermera, al tiempo que colocaba una solución en la vía intravenosa con una jeringa.

-Has arruinado el rito de Samhaim- La doctora tenía el rostro severo -El año que viene lo lograremos-.

Adur no entendía nada. Sólo tuvo la súbita aprehensión de dormir.

Y eso hizo. Durmió hasta que la invadió la completa negrura.

_________________


domingo, 27 de octubre de 2019

Éxodo: Capítulo I.8


Capítulo I.8

El vehículo era de color negro, con vidrios tintados y blindados, puertas de pesado acero, carrocería revestida en titanio galvanizado y un potente motor eléctrico a base de baterías de litio que debían ser recargadas cada hora. En resumen, el vehículo era una oda patética al consumo desmedido e inútil de energía, tal como sucedía en el lejano tiempo de los combustibles fósiles. En su interior, reinaba la indolencia y la molestia gracias a la apática presencia del General Bill Faraday.

Gruñó cuando el vehículo detuvo su avance cerca de la multitud formada por curiosos, policías y personal de la edificación donde había estado horas antes.

-Señor, hemos llegado- Habló un chófer mecanizado y con voz automática.

Bill detestaba estar allí, pero era su obligación hacerlo. Había pasado una hora desde que su supervisor y jefe directo en el Servicio de Inteligencia Mundial le comunicara la naturaleza del incidente que tenía lugar en esas instalaciones militares. Se incomodó enseguida, pero también contempló una oportunidad. El sólo hecho de que el prepotente de Marcus Richardson fuese víctima de un secuestro, le daba motivos para exigir una mayor intervención en el proyecto de las yoyotermitas o como sea que se denominasen.

Descendió con agilidad y provocando un balanceo momentáneo en el vehículo. Con paso firme, se acercó hacia donde se hallaba el contingente de la policía y preguntó por la persona que dirigía la situación.

-Soy yo. Inspector Ignacio Fuentes, a sus órdenes- Dijo un hombre muy delgado y con un bigote negro.

-Bien, Inspector Fuentes, tengo dos noticias para usted. La primera es que ahora soy yo el que gobierna el cotarro aquí y la segunda es que procederemos a entrar-.

-No estoy de acuerdo, General Faraday. Allí dentro hay un asesino en serie al que le seguimos la pista desde hace dos meses…-.

-Pues no le han seguido la pista como es debido- Replicó el militar con desgano –He ordenado hace veinte minutos el asalto de un escuadrón de élite que acabará con ese tipo-.

-General, tiene como rehén a un empleado y ha descuartizado a una mujer que no hemos podido identificar. Tenemos a un negociador dentro, así que le pido una oportunidad-.

-¿Y qué es lo que ha logrado?-.

-De momento nada específico. El secuestrador ha pedido que el Sombrero Loco le sirva un té y que Pulgarcito le dé un sándwich de jamón-.

-¡No pienso escuchar semejantes incoherencias!- Bill se encaró con el raquítico policía y le puso el dedo índice en el pecho –Su asesino retiene a un hombre cuyo conocimiento vale millones, así que no daré marcha atrás a mi escuadrón ¿entiende mi postura?-.

-Será un derramamiento de sangre del cual no queremos formar parte- Replicó Fuentes, haciendo caso omiso de la evidente diferencia de contextura que había entre ambos.

Éxodo: Capítulo I.7


Capítulo I.7

Charles McDonald vivía en el lado oeste de la ciudad, a treinta kilómetros de su lugar habitual de trabajo. Bueno, más bien a treinta kilómetros del lugar donde trabajaba hasta ese día.

Como el tráfico era un desastre, lo mejor era desplazarse en el tren electromagnético, una maravilla que viajaba a una velocidad punta de 600 km/h sin necesidad de tocar los anticuados raíles. Mientras regresaba a su apartamento de cincuenta metros cuadrados, remembraba la conversación sostenida con su amigo y tutor. Marcus le había dirigido su tesis doctoral, despertando un interés subyacente en un área poco investigada. Su vida se vio sumergida en la cibernética, la biomecánica y la nanotecnología. Dejó de lado a su esposa, quien no tardó en encontrar la felicidad sexual en brazos de un vecino atento y galán. Dejó de lado su higiene personal y las comidas regulares. Dejó de lado muchas cosas, y ahora que su compañero le había despedido injustamente pensaba que tenía una deuda que cobrar con intereses.

Se iría, naturalmente. Pero antes expresaría su opinión a las autoridades adecuadas y, ante el eventual caso de que no obtuviese respuesta alguna, acudiría a los siempre amarillistas pero muy necesarios medios de comunicación social. Marcus tendría que escuchar, de un modo o de otro.

Necesitaba pensar y meditar sobre su planteamiento, así que lo mejor era el silencio. Nada de videollamadas, holotelevisión, ni juegos de póker en la realidad virtual. Tenía que refutar detalladamente cada uno de los probables argumentos de Richardson, así que necesitaba concentración y…

El timbre del videoteléfono le alertó. Se acercó con la intención de apagarlo, pero cuando vio el nombre de su interlocutor se lo pensó dos veces. Aceptó la llamada y frente a sus ojos impasibles se materializó la viva imagen de su padre, un hombre de edad madura, atlético, cabello castaño y con arrugas en la frente. Él único parecido entre Charles y él era el humor sarcástico. La imagen era a escala y los píxeles reflejaban con total exactitud el sudor que corría por las mejillas de ese hombre de sesenta años.

-Hola Charlie-.

-Odio que me llames así, papá-.

-Y yo que te olvides del cumpleaños de tu madre. Ya sabes cómo se pone cuando no lo recuerdas-.

-¿Es hoy?-.

-Y dentro de un año también-.

 -Papá, hoy no es un buen día-.

-Charles McDonald Tanner, o vienes al cumpleaños de tu madre o ahora mismo te voy a buscar-.

-¿Por qué todo es tan difícil, papá?-.

-¿Ha pasado algo, hijo?-.

-Nada, papá- Dijo, cambiando el rumbo de la conversación –Ya sabes cómo soy… Llegaré en una hora-.

Mediante un conmutador cortó la comunicación y la imagen de su padre proyectada sobre una tarima ovalada se disipó en breves instantes.

Obligándose a no abandonar sus ideas, se vistió en el más absoluto mutismo, aislándose de cualquier tipo de información que podría provenir del exterior. Ni siquiera hizo el amago de escuchar la radio en su coche eléctrico. Se limitó a llegar a casa de sus padres, sonreír estúpidamente a las amigas de su madre, escuchar los reproches de su hermana, y comer un pastel excesivamente dulce.

En ningún momento de aquella noche se enteró de lo que le estaba sucediendo a Marcus Richardson.